Los canteros de la Catedral de León estaban preocupados, pues algo curioso y extraño ocurría en los cimientos de la construcción. Cada vez que volvían por las mañanas a la obra se encontraban con que parte de los cimientos estaban en ruinas y caídos los bloques por doquier. Así, día tras día, hasta que alguien pensó que uno debía quedarse por las noches a vigilar para ver quién era el iconoclasta que se dedicaba a destrozar obra tan piadosa.
Uno de los canteros se ofreció voluntario, pero al pasar las horas nocturnas y no ver nada se fue quedando dormido hasta que sus compañeros le despertaron por la mañana y le enseñaron que otra vez se habían caído parte de los lienzos que habían colocado el día anterior. Le recriminaron su actitud y él, picado en su orgullo, quiso volver a ser el vigilante nocturno. Le aceptaron pero bajo la pena de que si se volvía a quedar dormido lo despedirían de la obra.
Se recostó de nuevo sobre un pilar y abrió más que nunca los ojos para pillar al temible infractor. Pero Morfeo fue de nuevo más fuerte que él y se fue quedando poco a poco transpuesto. Pero cuando estaba a punto de caer en los brazos del sueño algo rozó su mano y le trajo de nuevo a la realidad. Cogió raudamente una luz y se puso a mirar a su alrededor pero no vio nada… o eso creía él, pues en un rinconcito cerca de sus pies vió un simpático topillo que con ansia y glotonería se comía los cimientos de la Catedral como quien le da un buen bocado a una frágil barra de mantequilla. De un salto agarró al animal y de un cogotón lo dejó sin sentido. Muerto.
Con aquel triunfo se presentó ante sus compañeros y les enseñó quien estaba tirando abajo día a día la construcción de la catedral. Para conmemorar aquel evento le quitaron la piel al topo y lo colgaron en la Puerta de San Juan en donde todavía se puede ver de forma pétrea los restos del topo maligno al cual no le gustaba la construcción de la Catedral de León.