Según nos cuenta Tito Livio en su Ab Urbe Condita, cuando regresaron a Roma los pocos supervivientes de la batalla de Cannas (216 a.C) uno de ellos se encontró de sopetón con su madre en la puerta de casa. Ella se alegró tanto de que hubiera sobrevivido que cuando lo abrazó le dió un paro cardiaco y se murió allí mismo. Pero el colmo de la desgracia es que en otra punta de la ciudad otra madre, a la que le habían dicho que su hijo había muerto en batalla, cuando estaba sentada en la calle, al ver que éste aparecía por una esquina se puso a llorar y debido a la emoción del momento también murió por “exceso de alegría”.