En la Catedral de Burgos, en uno de los ventanales de la nave central, hacia el primer tramo de los pies de la basílica, existe uno de los relojes más curiosos del mundo. Se trata del Papamoscas. Consiste en un autómata que asoma medio cuerpo deforme por encima de la esfera, vestido de encarnado y con aires de truhán, que todas las horas en punto mueve su brazo derecho, el cual porta una partitura, para accionar el badajo de la campana, al mismo tiempo que mueve la boca con una sonrisa diabólica. El actual Papamoscas no es el original sino una restauración del siglo XVIII, pues ya se sabe de su existencia en el siglo XVI e incluso en la Edad Media.
Pero el Papamoscas no esta solo en la Catedral, pues allá arriba, a su izquierda, en un balconcillo, aparece un ser pequeñito que moviendo sus dos manos marca los cuartos y las medias horas. Este compañero eterno se llama El Martinillo o Martinillos y es digno de ver con que gracia toca las campanas que le flanquean.
Pero ¿por qué se le llama Papamoscas? La tradición viene a decir que se le puso aquel nombre por cierto pajarillo que se llama de igual manera y que tiene la peculiar habilidad de mantener abierta la boca para que los insectos entren solitos a ella y después cerrarla para devorarlos a su gusto. En cambio otros opinan que este nombre tan extraño no es debido a la costumbre del autómata de abrir y cerrar la boca de continuo sino que la culpa hay que buscarla abajo, a los visitantes, que mirando hacia arriba se quedan extasiados viendo el ingenio con la boca abierta todo el rato hasta que acaba la función, con el peligro inherente de que le entren alguna que otra de las juguetonas moscas que pululan por el interior de la Catedral.