El arma característica y más famosa de los íberos era un sable llamado falcata. Según los historiadores la falcata ibérica puede tener varios orígenes: unos opinan que es una imitación de la machaira griega (siglo VIII) que fue introducida por los comerciantes griegos en Iberia en el siglo VI. En cambio otros creen que el origen de esta arma es autóctono y sería una versión abreviada de una guadaña con la que se cortaba la siembra y la hierba. Sea foránea o de fabricación propia, el tamaño de la falcata solía ser casi siempre el mismo, una longitud estándar que comprendía desde el codo hasta la punta del dedo índice extendida. En cambio los sables de caballería medían un poco más.
Los iberos la construían de una sola pieza, hasta la empuñadura, la cual se cerraba alrededor de la mano del guerrero y la mayoría de las veces estaba decorada con la forma de un animal poderoso o damasquinado en plata. Se solían llevar estas espadas casi horizontales sobre el estomago, en una funda de madera decorada, y colgada de un tahalí sobre el hombro derecho. Su fabricación era peculiar pues los herreros enterraban grandes trozos de hierro alargado para que se oxidaran y pasado un tiempo, tras desenterrarlo, solo aprovechaban el núcleo endurecido para una nueva forja. La falcata resultante de los distintos procesos de trabajo era un arma muy afilada en la primera mitad, con una punta aguda para pinchar, y con un nervio central que sirve para reforzarla. Además el herrero le añadía una acanaladura central por la que al acuchillar o clavar el arma en el enemigo permitía la entrada de aire en la herida produciéndole una embolia gaseosa de carácter mortal. Diodoro de Sicilia dice de ella lo siguiente:
La espada corta cualquier cosa que se encuentre en su camino. No hay escudo, casco o cuerpo que resista a su tajo.
Esta característica unida a la leyenda de la acanaladura hacía que la falcata también se convirtiera en un arma psicológica de primer orden. Tanto, que incluso los legionarios romanos tuvieron que perfeccionar sus pertrechos militares para adecuarse a la lucha contra los iberos. Por ejemplo se sabe que gracias al efecto de las falcatas las huestes de Roma reforzaron sus escudos para que no fueran cortado de un solo tajo.