La vida del sirviente de un caballero es
como la de un pájaro enjaulado. Está a refugio y bien alimentado, pero falto de
libertad, y la libertad es el bien más preciado y dulce para todo inglés. Por
tanto, preferiría ser un gorrión o una alondra, tener menos refugio y alimento,
y disfrutar de más libertad (William
Tayler, criado)
Creo que, debido
a mi joven edad, la primera película que vi sobre una casa de campo y las
relaciones que había entre señores y criados fue Lo que queda del día (1993). Me gustó tanto aquel mundo de matices
y códigos reglamentados entre dos mundos tan distintos que rápidamente me hice
con el libro, de título casi homónimo, Los
restos del día (de un autor japonés Kazuo Ishiguro) en el que se basó la
película. Lo devoré en pocos días y siempre me quedó el regusto de saber cómo
eran aquellas fincas campestres y cuales eran las intrigas e hilos que movían
las amistades dentro del hogar. Desgraciadamente en España casi no existe
literatura sobre este tema, no así, como es lógico, en Inglaterra en el que
existen un buen número de manuales sobre la vida en aquellos magníficos
palacios a las afueras de las grandes ciudades. Es por ello que estamos de
enhorabuena al contar en estos momentos con el excelente libro Escaleras arriba y abajo, de Jeremy
Musson y editado por La Esfera de los Libros, que nos habla de manera amena
sobre el mundo de las casas de campo y la evolución de las funciones del
servicio domestico desde finales de la Edad Media, pasando por la época Tudor y
deteniéndose más ampliamente en la época victoriana en donde estas casa de
campo vivieron su mayor esplendor debido al increíble empuje de la Revolución
industrial que hizo que un buen numero de burgueses se enriquecieran y
quisieran igualarse a la aristocracia. Se adquirieron o construyeron gran copia
de estas fincas campestres creando un nuevo estilo arquitectónico a base de
“salas de servicio” o “para el servicio”. Claro esta, todo ello separado por
una barrera física pero a la vez invisible, La Escalera, que mantenía apartados
a los señores de sus criados. Ser invisible era clave para el mantenimiento y
las buenas costumbres de aquella sociedad tan estratificada. (Continua)
Este crecimiento
de fincas en el esplendor del mundo victoriano tuvo a la vez una consecuencia
muy curiosa y es que aumentó el trabajo domestico. Esta labor, que para las
clases populares no era tan desagradable (pues evitaba en muchos casos caer en
la miseria, trabajar en angostas minas o rudos campos) proporcionó trabajo a
varios millones de empleados que recibían no solo una educación, que solamente
los ricos podían acceder tener, sino también un buen sueldo con el que vivir o
relanzarse en futuros trabajos. El autor nos describe la estructura interna y características
de cada persona que trabaja en estas casas, su condición social, y un buen
numero de anécdotas que ejemplifican claramente el duro trabajo que había tras
el esplendor de los grandes banquetes servidos con etiqueta rusa o francesa.
En una casa de
campo normal, había entre 25 y 40 trabajadores, mientras en otras casas de más
prestigio el número podía aumentar hasta más de 50. Tener más o menos
trabajadores era motivo de orgullo para los señores y un claro ejemplo de sus
estatus. Estos trabajadores no correteaban por la finca sin ningún fin, sino que
las funciones de cada uno estaban muy claras y jerarquizadas. Empezando por la
cabeza, existían tres jefes: a) el administrador, que se encargaba de las
cuentas de la casa, teniendo en sus manos el poder de contratar y despedir
gente; b) el mayordomo: a veces hacia las funciones de administrador, dirigía
el servicio, se ocupaba de la seguridad de la finca y de las mudanzas de los
señores cuando viajaban a Londres a pasar la siguiente temporada. A veces era auxiliado
por una mano derecha conocido como el“ayuda de cámara”. El mayordomo era el
criado principal que mejor tenía que vestir, como un señor, pero para ser
diferente a ellos debía portar algo más pobre a la vista como por ejemplo una
corbata pasada de moda. c) El ama de llaves: esta mujer que en muchos casos
tenía las llaves de la casa se encargaba de organizar a las criadas, supervisar
la limpieza y que la ropa estuviera impecable y bien planchada. Al igual que el
mayordomo en las ocasiones principales podía ser ayudada por una “criada de
antesala” para de este modo facilitarle el trabajo. La cocina, la podía llevar
tanto un hombre como una mujer, mientras que en las casas más finas era
elegante tener un chef de origen exótico que fuera la admiración de cualquier
persona que acudiera a una gran recepción.
Aun así existían
otras personas del servicio que sí tenían relación directa con sus jefes. A
parte de la niñera e institutriz que cuidaban a los niños, la señora contaba
con “la doncella” (también llamada señorita. Hecho fundamental pues los demás sirvientes
se llamaban solamente por el apellido). El señor en cambio tenía al “valet” que
se encargaba de su vestuario y aseo más intimo. Y finalmente vendrían la gran
masa de sirvientes, cocheros y
jardineros. Se levantaban temprano y se encargaban de acondicionar las
estancias antes de que la familia despertara. Ser invisible era esencial.
Disponían de poco tiempo libre pero a veces gracias a su duro laborar podían tener
posibilidades de ascenso. Jeremy Musson incide en que esta estraficación social
era más interna de lo que se cree pues dentro del servicio había más
divisiones. Los hombres y las mujeres no podían dormir juntos, tenían que
evitar el sexo y no casarse entre ellos. A los señores no les gustaban las
parejas casadas. Mientras que el ama de llaves o el mayordomo tenían sus
habitaciones propias en donde podían comer aparte, los sirvientes tenían que
comer muchas veces juntos habiendo incluso separación en la mesa, los hombres a
un lado y las mujeres a otro. Esta masa anónima estuvo bastante desprotegida.
Por ejemplo no tuvieron seguridad social hasta 1911 y voto hasta 1918 (las
mujeres diez años después, en 1928).
Pero todo
esplendor llega a su fin. Este universo de flemáticos señores, correrías por la
escalera de servicio y secretos a escondidas empezó a decaer a principios del
siglo XX sobre todo en el periodo de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial.
El mundo se abrió a nuevos sectores profesionales, y el nivel educativo subió
en Inglaterra haciendo que la palabra criado o el trabajo de servir se fuera
desprestigiando poco a poco. Muchas de estas fincas se fueron perdiendo y
algunas de ellas, la mayoría se vendieron al Patrimonio Nacional Británico.
Pero a pesar de esta caída de gigantes siguen desprendiendo un aroma a respeto
y gloria pasada. No han perdido el brillo que un día las hizo ser envidiadas,
ni han perdido las huellas de aquellas personas que las hacían ponerse en pie
día a día. Jeremy Musson, con Escaleras
arriba y abajo vuelve a mostrarnos la esencia de las casas campestres y rescata
del olvido, con prosa clara, directa y sorprendente la historia de un tiempo ya
pasado y que las generaciones actuales solo hemos podido observar a través del
cine y la literatura con excelentes títulos de series como Arriba y Abajo, Downton Abbey,
o los oscarizados filmes Gosford Park,
Lo que queda del día o Regreso a Howards End.