Según nos cuenta
Tito Livio en su Ab Urbe Condita, en
el año 362 a. C se abrió en el centro del Foro, un gran agujero que amenazaba
con tirar abajo los edificios cercanos. Los romanos intentaron taparlo
arrojando a su interior enormes cantidades de arena pero nunca terminaba por
llenarse. Como no sabían que hacer recurrieron a un oráculo, el cual les dijo
que tendrían que sacrificar “lo que constituía la mayor fuerza del pueblo
romano”. A pesar de ello, y como es
normal en la antigüedad, nadie comprendía el significado de estas palabras.
Pero hubo un ciudadano que sí las entendió. Se llamaba Marco Curcio y era uno
de los generales más importantes de aquella reciente República. Así pues,
portando sus mejores armas y montado a caballo, no dudo en arrojarse dentro de
la sima demostrando a todo el mundo que el bien superior de los romanos residía
en las armas y el valor. Nada más hacerlo el gran agujero pudo ser rellenado formándose
allí un lago, que tomó el nombre de su héroe: El Lago Curcio (Lacus Curtius). En sus orillas nacieron
tres árboles, una higuera, una viña y un olivo, símbolos de la cultura romana. Y
además en algunas festividades los romanos arrojaban a su interior monedas para
que el genio mágico del lago estuviera contento.