Con el fin de
cercar al enemigo más enconado de los Austrias, Francia, Carlos V decidió en
1553 casar a su hijo, el futuro Felipe II, con su tía María I de Inglaterra. Y
aunque al joven príncipe no le hizo nunca gracia emparejarse con una mujer que
era mayor que él decidió acatar las órdenes de su padre por el bien del Imperio.
Las negociaciones no fueron fáciles pues los ingleses temían perder su
autonomía al ver que su reina se casaba con un príncipe español. Es por ello
que Felipe tuvo que jurar que solamente sería rey regente, que respetaría los
derechos y privilegios de sus súbditos y que solamente su heredero sería rey de
Inglaterra. Y no solo juró estas clausulas sino que a su nombramiento añadió
una más: que renunciaría al trono británico si pasado cierto tiempo se
presentara ante él el mítico rey Arturo y reclamara la corona de Inglaterra.
Entonces, y solamente entonces, el joven Felipe se marcharía a España sin poner
ningún problema.