El berseker (“pellejo
de oso”) era un guerrero vikingo de fuerza formidable que no duda un momento en
lanzarse contra el enemigo para acabar con él sin importarle que lo hirieran o
lo mataran. Los berserkir (en plural)
creían que el dios de los dioses de la mitología vikinga, Odín, les insuflaba
una fuerza descomunal y que si actuaban como auténticos suicidas las valkirias
los recogerían del campo de batalla y los llevarían directos al Valhalla, al
gran banquete de los guerreros en donde podrían batallar día y noche hasta el
Ragnarok o fin de los tiempos. Se dice que para alcanzar este estado de fuerza
sobrehumana utilizaban sustancias psicotrópicas como la amanita muscaria, muy habitual en los campos del norte de Europa, o
cornezuelo de centeno, y que cuando estaban
en pleno trance su piel adquiría un tono lúgubre, rojizo, sus mandíbulas se
desencajaban y sus ojos casi se salían de sus orbitas. Empezaban a morder el
borde de sus escudos y entonces, al no poder soportar más la fuerza de Odín se despojaban de sus armaduras y quedándose desnudos
(otras crónicas dicen que solamente con una piel de oso o de lobo) gritaban de furia
y se lanzaban a la carrera para machacar a cualquier guerrero que tuvieran por
delante. Algo totalmente temible, como se puede ver. En verdad los berserkir eran toda una elite militar,
unos pocos elegidos del mismo linaje, que en la gran mayoría de los casos se
convertía en la guardia personal de los reyes vikingos. En tiempos de guerra
eran temibles, un as en la manga con la que ganar las batallas, pero que en
tiempos de paz eran muy problemáticos, pues no sabían hacer otra cosa que
guerrear y por eso se convertían en proscritos teniendo que esconderse en los
bosques donde debían apagar poco a poco su violencia o esperar hasta que los
volvieran a llamar para volver al campo de batalla.