En 1328 moría el
rey de Francia Carlos IV. Esto puede parecer normal, pues todos hemos de morir,
pero el problema que planteaba este hecho luctuoso es que este rey lo hacía sin
dejar un heredero varón a quien legar el trono francés. En cuanto se supo la
noticia, otro rey, pero esta vez de Inglaterra, Eduardo III, comunicó que él pretendía
acceder a ese trono a través de su madre Isabel, hermana de Carlos IV. Claro está
los nobles franceses se negaron en redondo y alegando que en ese reino imperaba
la ley sálica (por la que ninguna mujer puede ser reina) decidieron entronizar
a Felipe de Valois, primo hermano del difunto monarca, como Felipe VI. Y es a consecuencia
de ello que se produjo la llamada Guerra de los Cien Años, que en honor a la verdad
duró algo más: 116 (1337-1453).
El principio del
conflicto favoreció a las fuerzas de Eduardo III pero esta buena racha se paró
en seco en 1360 cuando estaban sitiando la ciudad de Chartres. Una noche se
oscureció el cielo y de improviso comenzó a descargarse un auténtico infierno de granizo y rayos sobre
el campamento ingles. Los soldados o bien moría a golpe de granizos (que eran
como puños) o bien fulminados por los rayos. Algunos quisieron esconderse en las tiendas de campaña pero fue
inútil ya que en cuanto caía algún rayo sobre ellas se convertían en verdaderas
teas quemando vivos a sus ocupantes. Los caballos, los pocos que sobrevivieron,
corrían como locos por el campamento devastado y más de un mílite fue
arrollado. Fueron cientos los soldados y caballeros que murieron bajo aquello
tormenta produciendo que al día siguiente se levantara el sitio. Algunos lo
consideraron un castigo divino y ya fuera por este sentimiento o por otras
cuestiones políticas un mes después se firmó el Tratado de Brétigny por el que
el rey Eduardo III renunciaba a la corona francesa y Francia legaba a
Inglaterra algunos territorios en el continente europeo. Territorios que harían
que con el tiempo se volviera a continuar con la guerra.