Es harta
conocida la afición que tenía el rey Felipe IV a las mujeres. Era todo un
obseso del sexo y le daba igual que las mujeres que pasaran por su tálamo
fueran nobles, cortesanas, sirvientas e incluso actrices de teatro como por
ejemplo los famosos amores que sostuvo con la Calderona. Pero en descargo de
los pecadillos del rey hay que dejar claro que muchos de ellos no los podía haber
conseguido sin la ayuda del famoso Conde-Duque de Olivares y el protonotario Jerónimo
de Villanueva. Un día estando en palacio, para que el monarca se distrajese, le
hablaron de la belleza de sor Margarita de la Cruz que en esos momentos era una
monja del convento de San Placido. Tanto le hablaron de las buenas formas de la
religiosa que muy pronto al monarca le empezó a picar el gustillo del sexo así
que idearon el siguiente plan: se disfrazaron de villanos y concertaron una
cita con la monja en el convento. Cuando llegaron allí, sobornaron al guardia,
pero no pudieron hacer lo mismo con la priora quien les prohibió la entrada al
recinto pues ya sabía de las apetencias del rey.
Pero este
fracaso no amilano al galán, sino que lo estimuló a pensar en otra forma de
gozar de la monja. Parece ser que el tal Villanueva vivía en una casa paredaña
al convento, y mandó hacer un agujero que les permitiera entrar de noche en el
reciento sagrado. Y así lo hicieron, pero con lo que no contaban era con la
inteligencia de la priora, pues cuando los tres, al igual que ladrones
furtivos, llamaron a la puerta de la celda de sor Margarita, se encontraron con
un espectáculo de lo más siniestro: el cuarto estaba totalmente a oscuras a
excepción de cuatro altas velas que
rodeaban un féretro, y dentro de éste la figura de la monja deseada con las
manos cruzadas sobre el pecho. El rey, el Conde-Duque y el tal Villanueva, se
quedaron horrorizados cuando las monjas se giraron a mirar a los intrusos y
entre trompicones y gritos de terror salieron corriendo a la calle. Salve decir
que en cuanto los tres tunantes huyeron despavoridos la falsa difunta saltó del féretro
y pudo seguir su vida conventual sin ningún problema.