Una de las
facetas más desconocidas de Leonardo da Vinci (1452 – 1519), de ese homo universalis, fue su amor por la
cocina. Le encantaba componer recetas, rebuscar en los mercados buscando los
mejores productos, e incluso prepararlos después en una pequeña cocina que
había inventado. Se consideraba todo un gourmet.
Su pasión por los fogones había comenzado desde que era joven cuando estando en
el taller de Verrocchio se había ofrecido para trabajar en una taberna llamada Los Tres Caracoles, ubicada en el Ponte
Vecchio (Florencia), primero como camarero sirviendo mesas y después como
cocinero. En este destino destacó como un precursor de la cocina actual
preparando un tipo de platos minimalistas en los que ofrecía una especie de
pequeñas comidas al estilo de las tapas que hoy día conocemos. Pero estos
adelantos le granjearon las quejas de los clientes que estaban acostumbrados a
atiborrarse con grandes platos de carne o pescado. El dueño de la taberna,
viendo el escándalo que se había producido, optó por despedir a Leonardo.
Este fracaso, en
vez de enfriarle los ánimos produjo el efecto contrario pues tiempo después volvió
al negocio de las hostelería, pero esta vez abriendo un local junto con su buen
amigo Sandro Botticelli (1445 – 1510) y
lo llamaron La Enseña de las Tres Ranas
de Sandro y Leonardo. Ambos decoraron el local con sus propias pinturas y
frescos y quisieron ofrecer a sus clientes una cocina de alta calidad. Pero al
final tuvieron que cerrar debido de nuevo a las pequeñas porciones que servían,
y las consiguientes quejas de los clientes, y los desorbitados precios de la
carta.