Una de las
costumbres que tenían los celtas al final de la batalla era cortar las cabezas
de sus enemigos. Este pueblo consideraba que ésta era el receptáculo original
del alma y que por eso había que cortarla antes de que el espíritu abandonara
el cuerpo. Entonces si se separaba del tronco de manera correcta y en el
momento justo el alma del guerrero quedaba aprisionado dentro y se convertía en
un verdadero amuleto que protegía a su dueño contra cualquier peligro. Acabada
la batalla, y realizado este truculento rito, los vencedores las recogían cabezas
y se las llevaban a su poblado ensartadas en una lanza; amontonadas en carros y
atadas por el pelo para que luego cada uno se llevara la suya; o colgando de
los cinturones. Al llegar al hogar cogían las cabezas, las embalsamaban con
aceite de cedro o las introducían en tarros rellenos de miel, y al final las
guardaban en cajas ricamente decoradas con el fin de decorar la estancia y mostrársela
a las visitas. Y es que cuantas más cajas de éstas tuviera un guerrero más
prestigio conseguía, por lo que podemos decir que entre los celtas había una
auténtica fiebre por coleccionar cabezas de enemigos.