Cuenta la
leyenda que Lei Zu, esposa del Emperador Amarillo estaba un día tomando un té
tumbada a la sombra de una morera cuando de improviso un capullo de seda cayó
en su taza. Y en vez de cogerlo y tirarlo al suelo, como sería lo más normal, la
emperatriz comenzó a tocarlo y a divertirse con el capullo hasta que éste comenzó
a desenrollarse dejando entre sus dedos un hilo de lo más fino. Es por eso que
en China, en un principio, eran las mujeres las encargadas de la producción de
la seda bajo pena de muerte si alguna de ellas revelaba sus secretos. Vemos por
tanto que los chinos eran muy celosos con el secreto de la producción de la
seda aunque eso no era óbice para comercializarlo hacia el Occidente a través de
la Ruta de la Seda, llegando incluso a Roma a través de los partos.
Pero este
secreto iba a dejar de serlo a partir del siglo VI cuando el emperador de
Bizancio, Justiniano I, decidió realizar uno de los mayores espionajes
comerciales de la Historia. Para asegurarse la producción propia de la seda
mandó en el 552 a unos monjes que viajaran al Extremo Oriente y que le trajeran
algunos de estos gusanos. Parecer ser que los monjes tuvieron éxito porque,
aunque no le llevaron a la vuelta dichos gusanos, si que se trajeron unos
cuantos huevos envueltos en estiércol, para mantenerlos calientes, dentro de
sus bastones de peregrino. Así pues el
emperador ya tenía el producto que quería y lo único que tenía que hacer era
alimentarlo con hojas de morera para que crecieran y crearan los carísimos capullos
de seda.