El que hoy podamos
ir a un estanco a comprar un sello para enviar una carta nos parece de lo más
normal, pero si viviéramos a mediados del siglo XIX esta acción sería un tanto
diferente. En aquellos años el franqueo postal era muy distinto pues el precio al
enviar una carta variaba según distintos factores como por ejemplo la distancia
que tenía que recorrer la misiva; el número de hojas de ésta; y que, además, a
diferencia de hoy era el receptor quien pagaba las cartas que recibía, propiciándose
fraudes en muchos casos al no haber un sistema fijo de pago. Por ello en 1837
el maestro y reformador social Rowland Hill propuso al Parlamento británico una
reforma del servicio postal en el que se instauraría una tarifa única de un
penique al enviarse una carta de una ciudad a otra y que además fuera pagado
por el remitente y no por el destinatario. Y aunque al principio su propuesta
fue tachada de auténtica locura, con el tiempo, en 1839, ésta fue aceptada por
el parlamento.
Fue el propio
Hill quien se ocupó de llevar a la práctica cómo sería este nuevo tipo de
servicio de correos. El remitente, para ello, tendría que adquirir un trozo de
papel o etiquetas (labels) con el
precio ya fijado para pegarlo a la parte de atrás de las cartas con un poco de
humedad. Pero ¿cuál sería la imagen del primer sello adhesivo de la Historia?
Tras recibirse cientos de miles de propuestas al final el departamento del
Tesoro se inclinó por la efigie de la joven reina Victoria, siendo el fondo de color
negro por lo que se le conoció como penny
black (1840). Más tarde aparecerían otros de diferente color y cuantía que,
a pesar de los malos augurios iniciales, pronto hicieron furor vendiéndose miles
de ellos en poco tiempo, y no solo para enviarlos sino también para
coleccionarlos. Había nacido el mundo de la filatelia.
Como curiosidad
final señalar que al principio los sellos se imprimían en pliegos que eran
recortados y no fue hasta 1854 que aparecieron las perforaciones en los bordes.