Al terminar la Edad Media la Península Ibérica estaba fragmentada en cinco reinos: Castilla, Aragón (recientemente unidas en la figura de Isabel y Fernando, Los Reyes Católicos), Portugal, Granada y Navarra. Hacía ya tiempo que portugueses y aragoneses habían terminado sus fases de reconquista y estaban más pendientes unos de encontrar la ruta africana que les llevara al mercado oriental de las especias, y otros de expandir su imperio marítimo por el Mediterráneo. La otrora poderosa Navarra se había quedado encajonada entre la unión sus reinos vecinos, por lo que era evidente que la toma del reino de Granada fuera cosa del reino de Castilla.
Desde que Ibn Nasr había creado el sultanato nazarí de Granada en el siglo XII, las relaciones con sus vecinos castellanos habían pasado por diferentes fases, aunque últimamente desde hacía décadas se veía obligada a pagar una serie de parias equivalentes a unas 20.000 doblas anuales. Pero la guerra civil en el reino de Castilla entre Isabel y su sobrina Juana la Beltraneja había hecho que el pago de este impuesto empezara a dilatarse en el tiempo quedando incluso a veces en suspenso esperando el resultado del conflicto civil. Así que cuando Isabel quedó como única vencedora una de las primeras cosas que hizo fue reclamar las pagas atrasadas. Y es aquí cuando se produce uno de los cruces de declaraciones más contundentes de la Historia de España. Parece ser que cuando el emisario de la corona castellana llegó a la Alhambra a reclamar el conjunto de las parias atrasadas el sultán, de manera arrogante le dijo lo siguiente:
Dile a tu rey que ya murieron los reyes que en Granada pagaban tributo a los cristianos, y que ahora no se acuñan doblas para pagarles, sino que se forjan alfanjes para combatirlos.
Así que cuando el emisario se presento ante su rey y le informó de lo dicho, Fernando de manera airada respondió:
He de arrancar, uno a uno, los granos de esa Granada.
Más claro el agua.
Pero no he de terminar esta historia sin contarle una de mis anécdotas preferidas relacionadas con la toma de Granada. Según cuenta la leyenda, cuando Boabdil, que iba camino de su pequeño reino de las Alpujarras, al llegar al último recodo de la carretera que le permitía ver la Alhambra, se giró y no pudo contener las lágrimas. Su madre Aixa la Horra que iba detrás de él se acercó con su caballo y cuando estaba al lado suyo le espetó en la cara:
Llora, llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre.
Actualmente al lugar en que se cree que Boabdil lloró amargamente se le conoce como el Suspiro del Moro.