Nunca un varón
fue tan deseado como en la España a finales del siglo XIX. Era un 17 de Mayo de
1886 y no solo había nervios en las habitaciones del Palacio Real por saber si
el futuro hijo de la reina Maria Cristina sería varón o hembra, sino también
entre la gente que abarrotaba las afueras del recinto pues todo el mundo sabía
que si era mujer volverían las terribles luchas dinásticas habidas tiempo atrás
en las distintas Guerras Carlistas. La guardia había anunciado al vulgo de que
el único medio que tendrían de conocer el sexo del que llegaría a ser rey sería
contando los cañonazos de rigor que se daban en los nacimientos regios:
veintiuno si era varón y quince si no lo era.
Pasado un rato
el mencionado cañón comenzó a disparar las salvas. Los corazones se encogieron
al llegar a quince pero enseguida siguieron hasta veintiuno. Alfonso XIII había
nacido. La gente comenzó a bailar de alegría ya que el miedo a una nueva guerra
civil se alejaba. Dentro de Palacio el regocijo era igual de grande si cabe, y
no pudiendo soportarlo más el presidente de Gobierno, Práxedes Sagasta no dudó
en irrumpir en la habitación de la reina regente para ver al bebe. Acto seguido,
con mucho mimo, lo depositó en un cojín de terciopelo rojo encima de una
bandeja de plata, y de esta guisa, con el bebe a cuestas salió al salón donde
estaban todos los invitados. Lleno de júbilo gritó:
¡Ya tenemos Rey! ¡Viva el Rey!
Y acto seguido
le dijo a Canovas de Castillo:
Es la menor cantidad posible de Rey, pero ya
tenemos Rey.