Aunque nos
parezca extraño o bárbaro, una de los souvenirs
que los samuráis se traían de la batalla eran las cabezas cortadas de sus
enemigos. Al soldado caído se le decapitaba, y acto seguido se le limpiaba la
sangre y peinaba para que fuera presentable. También se le ennegrecían los
dientes con un tinte llamado ohaguro.
Esto se hacía porque los dientes blancos eran un símbolo de dignidad y como
había caído derrotado por tanto perdía un poco del honor que anteriormente tuviera.
Después la perfumaban y colocaban en una peana de madera tallada con un rotulo
debajo de la barbilla en la que se ponía el nombre y el rango del vencido. El
nuevo dueño de la cabeza la presentaba ante el alto mando y éstos interpretaban
la expresión del samurai muerto para ver si auguraba algo. Por ejemplo si tenía
los ojos cerrados era una buena señal, pero si tenía alguno abierto se
planteaba un debate acalorado entre los presentes sobre si seguir o no la
guerra.
Por esta
información podemos deducir que los samuráis eran muy conscientes de la
brevedad de la vida y por ello, sabiendo que a lo mejor al día siguiente era su
cabeza la que podía estar en la peana de madera, se acicalaban a conciencia.
Antes de entrar en batalla se peinaban y perfumaban el casco con incienso, pues
era de mal gusto que quien fuera a decapitarlos lo encontrara sucio y
maloliente. Este ritual incluso nos puede recordar que también a los antiguos
soldados espartanos les gustaba trenzarse el cabello unos a otros antes de entrar
a matar.
Todo esto puede
parecer muy limpio y ordenado pero hubo veces en que las cabezas no recibieron
el trato que debieran. Se cuenta que en una batalla librada en Corea en 1592
los soldados japoneses cortaron un total de 3000 cabezas y como no se podían
llevar tantas a casa decidieron abreviar el trámite y les cortaron las narices
que posteriormente las encurtieron metiéndolas en barriles.