Hacia 1506,
estando el rey Fernando II de Aragón, más conocido como El Católico, en un pueblecito de la bahía de Génova, mientras
comprobaba el estado en el que se encontraban sus nuevos dominios italianos,
llegó a sus oídos unos rumores inquietantes que venían a decirle que su
lugarteniente Gonzalo Fernández de Córdoba, “El Gran Capitán”, estaba, por un
lado, dilapidando el patrimonio real en beneficio propio, y que a la vez
también estaba pensando en dar un golpe de mano para convertirse en rey de
Nápoles.
Rápidamente el
monarca aragonés acordó una reunión con él, y tras darse una breve y cordial
bienvenida, Fernando se dirigió sin más dilación al meollo del asunto. Para que
le demostrara su lealtad, exigió al Gran Capitán que justificara los gastos que
había realizado como virrey de aquel lugar, pero éste, molesto por aquella
ridícula petición, le mostró la siguiente lista en la que venían especificados
aquellos supuestos fraudes exorbitantes junto con una aclaración a base de
conceptos absurdos. Sin prisa, pero sin pausa, le recitó lo siguiente:
Cien millones de ducados en picos, palas y
azadones para enterrar a los muertos del enemigo. Ciento cincuenta mil ducados
en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por las almas de los
soldados del rey caídos en combate. Cien mil ducados en guantes perfumados,
para preservar a las tropas del hedor de los cadáveres del enemigo. Ciento
sesenta mil ducados para reponer y arreglar las campanas destruidas de tanto
repicar a victoria. Finalmente, por la paciencia al haber escuchado estas
pequeñeces del rey, que pide cuentas a quien le ha regalado un reino, cien
millones de ducados.
Cuando ya iba
por la mitad de la lectura, el monarca, con el rostro colorado por la
vergüenza, quiso cambiar de tema, pues él mismo se había dado cuenta de que los
rumores eran infundados y que verdaderamente había recibido toda una lección de
humildad. Esta historia, todavía no probada por los especialistas, pone de
manifiesto dos cosas. Una, la actitud generosa y noble del militar; y dos, por
el contrario, la imagen mezquina del rey católico, a quién nunca le importó
dejar tirados a sus mejores hombres tras haber conseguido lo que deseaba.