Hacia el 405 a.
C vivía en la corte de Dionisio I, tirano de Siracusa, un hombre llamado
Damocles que continuamente envidiaba el poder y la riqueza de su señor. No
había día que parara a cualquier persona con la que se encontrara en palacio y
le dijera: “Si yo estuviera en su lugar… si yo tuviera su poder… si yo tuviera
su fortuna… si yo fuera Dionisio…” Y así todo el rato se consumía en su propia
envidia. Pero un buen día llegó a los oídos del tirano la historia de este
cortesano, así que sin más demora lo llamó a su lado. En cuanto lo tuvo delante
se acercó a él y le dijo: “Voy a dejarte en mi puesto un tiempo, pues de he
ausentarme. De esta manera desempeñarás mis funciones y sabrás lo duro que es
gobernar”. Acto seguido hizo colgar por encima del trono un hilo con una espada
desnuda atada al final de éste, justamente encima de la cabeza de Damocles. Éste
fue obligado a sentarse en el trono, y mientras miraba con miedo la punta de la
espada que se cernía sobre su testa, oyó que Dionisio le decía: “¿Ves esa
espada? Cualquier cambio en el ambiente puede hacerla caer sobre ti”. Con esto le
enseñaba lo peligroso que era el mandato, y lo débil que era al estar rodeado
de envidias, conspiraciones y falsos aduladores. Damocles no pudo soportar la
tensión y se arrojó del trono a los pies de su señor. Pidió perdón y le rogó
que le dejaran como estaba.