Durante gran
parte de la Edad Media no estaba bien visto en los reinos cristianos que la
gente se bañara a menudo, pues hacerlo de continuo era considerado cosa de
musulmanes y herejes que pecaban contra natura. Solo podían hacerlo una o dos
veces al año, y esto si lo recomendaba el médico del lugar. Los meses
preferidos para realizar esta costumbre eran los de Mayo y Junio ya que eran en
esos días cuando apretaba el calor y apetecía más darse un chapuzón fresco. Lo
normal, sino se tenía un rio cercano, era llenar una tina de agua hasta arriba
en la cual se bañaba primero el padre, seguido por los hijos varones, después la
madre y finalmente las hijas y los bebes, con lo cual los últimos que se
bañaban lo hacían en un agua muy negra y nauseabunda, con el peligro añadido de
coger cualquier enfermedad.
Este ritual,
además, se aprovechaba para acudir a una boda. Supuestamente toda la familia se
había bañado al completo y estaba limpia y reluciente, pero, claro está, un
solo remojón al año no escondía el mal olor de los contrayentes. Así pues la
novia, para disimular la tufarada que iba dejando tras de sí, portaba en sus
manos un ramo de flores (como se hace en la actualidad) con la esperanza de que su mal olor corporal
no hiciera huir a los asistentes. Pero hay que advertir que éstos tampoco
estaban indefensos pues era norma en esos saraos portar abanicos de tela o
plumas perfumadas con la idea de repeler su falta de higiene o la de sus
vecinos.