Con las bombas que
tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones. Que las hembras
cabales en esta tierra cuando nacen ya vienen pidiendo guerra. ¡Guerra!
¡Guerra! (Copla
popular)
Con la venia de
Goscinny y Uderzo… Estamos en el año 1812 en el cenit de la Guerra de
Independencia. Toda España está ocupada por los franceses… ¿Toda? ¡No! Una
ciudad llamada Cádiz poblada por irreductibles españoles resiste todavía y
siempre al invasor. Y la vida no es fácil para las guarniciones de soldados
galos en los reducidos campamentos de Rota, Puerto de Santamaría, Puerto Real y
Chiclana… Este sería, en efecto, el resumen más sucinto y preciso del famoso
asedio de Cádiz en el que los franceses imperiales chocaron contra una ciudad
convertida durante dos años en verdadero buque acorazado, símbolo de libertad
en la Península Ibérica. Vale la pena recordar la historia de aquellos años,
pero no solamente desde el punto de vista militar, harto conocido por los
historiadores avezados en temas bélicos, sino también desde la óptica más
cotidiana, en la que la realidad diaria de los gaditanos se entronca con las
noticias guerreras venidas desde las marismas. Ni una ni otra se puede desligar
de la otra. Una anécdota lo ejemplifica de manera magistral: Mientras se
desarrollaba la guerra en Cádiz se estaba forjando una de las constituciones
más adelantadas de su tiempo. A aquella reunión habían acudido grandes
prohombres de todos los rincones del país e incluso de América haciendo de la
ciudad gaditana uno de los focos de libertad más grande de Europa. Pues bien,
en aquel ambiente continuo de efervescencia política era común que los ciegos,
que generalmente entonaban romances por la vía pública, ahora utilizaran su
verborrea para anunciar a todo el mundo las victorias españolas, pero sin hacer
mención a las derrotas sufridas. De esta situación se dio cuenta uno de los diputados que iban continuamente a
las sesiones de las cortes, Nicasio Gallego, que un día acercándose a uno de
aquellos ciegos le preguntó por qué
siempre anunciaba victorias y si alguna vez los franceses habían ganado alguna
batalla. Acto seguido, y sin titubear, le respondió el aludido:”Sí, señor, pero
esas noticias les corresponde darlas a los ciegos de Francia”.
Y es que Cádiz
acogió durante aquellos dos años, desde 1811 en el que la Junta fija
definitivamente las sesiones de las cortes en la Iglesia de San Felipe Neri, a
más de cuarenta mil refugiados por lo que era común asomarse a un balcón y ver
desde allí a soldados con flamantes uniformes, diputados, mercaderes,
aguadores, petimetres, hasta guerrilleros y alegres piconeras, entre otros
estamentos de la sociedad. Este mundo efervescente, rodeado cual isla por el
mar de la guerra, es el que nos describe el insigne historiador Ramón Solís
Llorente en su libro El Cádiz de las
Cortes, editado actualmente por Silex. He querido recalcar lo de
“actualmente” porque este libro que tengo entre las manos es un clásico dentro
de la historiografía española, publicado allá por finales de los años
cincuenta. Pero a pesar del tiempo pasado éste, en verdad, sufre uno de los
pocos casos de Peter Pan que se
encuentra dentro de la literatura histórica pues aunque por él han pasado
muchos años y reediciones, sigue siendo un libro por el que no pasa el tiempo
siendo básico para comprender el periodo
doceañista de aquella ciudad y por ende aquel tramo de la Guerra de
Independencia. Este ameno a la par que erudito ensayo nos ofrece la crónica de
una época en la que aquella ciudad se
convirtió en un cruce de destinos histórico y en el sueño de una España que
quiso dar un salto adelante y no pudo.
Ramón Solís
muestra a sus lectores un retrato de aquella Cádiz liberal en la que importaba
más la, llamémosla así, nobleza comercial que aquella otra de manos caídas que
se regocijaba en sus palacios de espaldas a la realidad europea. Y es que uno
de los rasgos que más enriquecía a Cádiz era su comercio, pues este la
convertía en una ciudad parecida a otras del continente. Su condición casi
insular y su actividad marítima, más enfocada hacia la modernidad foránea que
al estancamiento interior de aquellos tiempos, la convertían en una urbe
cosmopolita y dinámica en donde cabían todas las ideas, e industrias del mundo.
Allí recalaban barcos de Europa y de más allá del Océano y esto se hacía sentir
en la sociedad de a pie. Cómo decía Arturo Pérez-Reverte: “es una pena que esta
España no contaminara a la otra”. Un ejemplo de ello es que si antes hablábamos
de los miles de refugiados que se agolparon tras sus murallas, muchos de ellos
dejaron constancia tiempo después de la limpieza de sus calles y del talante
abierto y renovado que había a diferencia de lo que conocían en otros lugares. Nuestro
autor refleja este hecho en el libro y desciende al nivel de la calle para
mostrarnos la igualdad que existía entre sus ciudadanos pudiendo ver que no
solo los hombres ganaban su jornal sino que también las mujeres eran fuertes e
independientes regentando no solo negocios sino también salones artísticos en
donde cualquier escritor tenía cabida. Y también tenemos que pensar que esta
libertad se podía producir en aquel micro mundo debido a que allí la
Inquisición era de un talante más liberal que el meseteño. Cádiz, por tanto, se
convertía en aquellos años en todo un ejemplo de libertad mundial. Como decía
Lord Byron: “No me habléis del frío del Norte/no me habléis de inglesas
damas/no habéis visto, no habéis visto/a la gentil gaditana”.
Además de
hablarnos de sus gentes, Ramón Solís, también despliega una auténtica batería
documental para describirnos cómo estaba configurada entonces la ciudad, sus
calles y plazas, barrios populares, iglesias, y entidades administrativas… cómo
era la vida política y religiosa, sus diversiones, e incluso las rifas y
loterías. Y todo ello trufado de anécdotas y curiosidades que hacen que de este
libro una delicia. Aunque también hemos de tener en cuenta que no todo en Cádiz
era precioso y tranquilo, pues no solo en la urbe sino también en el alma de
cada gaditano se asomaba la sombra continua de la guerra que se libraba allá en
la bahía y en las marismas. Recordemos que los franceses, al mando del general
Victor, bombardeaban repetidamente la ciudad desde diferentes puntos, como por
ejemplo el Trocadero. Aún así Cádiz seguía siendo aquel barco fortificado y se
defendía cual gato panza arriba, además de que los disparos no llegaban más
allá del centro de la ciudad. Esto hacía que la mayoría de los gaditanos
prefirieran dormir en barrios más alejados como Santa Catalina, o el Mentidero,
entre ellos. Ramón Solís, de todas las maneras incide que aunque la guerra
siempre era molesta, en aquel Sitio no fue trágica. La lucha más encarnizaba se
realizaba extra muros, sobre todo en la zona de Caños, en el actual San
Fernando, la defensa natural de las salinas y las marinas, o en la renombrada
Batalla de Chiclana. Curiosamente fueron los franceses, los sitiadores, quienes
pasaron más hambre que los sitiados, que hasta hicieron grandes negocios y
ganaron bastante dinero esos años debido al aumento desmesurado de comercio
ejercido por los gaditanos o los refugiados. E incluso hubo tiempo después
algunos de ellos que hasta añoraban aquellos buenos años que lucharon contra
aquellos “fanfarrones”. Como curiosidad indicarles que estos “fanfarrones” eran,
evidentemente, los franceses. Como la ciudad, es esencialmente una pequeña
península, las tropas de Napoleón solo podían reducirla a base de un cañoneo
continuado. Pero las distancias de disparo jugaban a favor de los gaditanos ya
que aunque los franceses arrojaban fuego día y noche solo podían hacer llegar
sus obuses hasta la mitad de la ciudad. Éste era un problema que quitaba el
sueño a los artilleros enemigos los cuales ideaban inventos para que sus
proyectiles fueran un poco más lejos. Uno de estas “ideas” era la de introducir
dentro de la bala de cañón unas láminas de plomo para que cuando fueran por el
aire se enfriaran e hiciera a la bala más pesada. Cuando tocaba tierra ésta se
partía en varios trozos arrojando un buen número de letal metralla. Cuando
pasaba el peligro los gaditanos se acercaban al lugar del impacto y descubrían
que aquellas láminas de plomo se habían rizado, por lo que las muchachas,
después de recogerlas con cuidado, las utilizaban como bigudíes para rizarse el
cabello en bellos tirabuzones.
El Cádiz de las Cortes ofrece a los
lectores un apasionante retrato de una ciudad que debido a su carácter abierto
y emprendedor se convirtió en una de los artífices de la España Moderna. Entre
sus páginas veremos el día a día de sus ciudadanos, algunos de renombre
internacional como Alcalá Galiano, Argüelles, o Francisco Martínez de la Rosa;
la apasionante vida de sus calles y comercios, y todo un mundo, hoy
desaparecido, que alumbró un 19 de Marzo de 1812 una de las constituciones más
avanzadas de su tiempo. La conjunción, por tanto, de guerra externa, y libertad
interna fue la que concibió ese proyecto de España que aún hoy es posible.