La razón es el único don del cielo que
compensa plenamente los males de la existencia humana (José María Blanco
White)
La mejor
definición que existe de la corriente cainita que tristemente circula por la
sangre de todo español desde que nuestros ancestros pisan esta vieja piel de
toro, la dejó escrita Antonio Machado en su poema “Españolito”, el LIII de sus Proverbios y Cantares dentro de su obra Campos de Castilla. Estos versos vienen a decir lo siguiente:
“Españolito que vienes/al mundo te guarde Dios.
Una de las dos Españas ha de helarte el corazón.” O una cosa o la otra.
Sin punto medio. O estás conmigo o contra mí. Las eternas dos facciones que han
asolado nuestra pobre historia, ya sean entre reyes medievales, isabelinos y
carlistas, o nacionales contra republicanos. Es una constante que se repite
continuamente cada cierto tiempo, una cierta ansia de liberar la mala sangre
que se nos acumula. Una especie depuración del alma para aliviar los viejos
rencores que se nos enquistan en nuestro ser. Y no hay que asustarse, pues mientras
exista el homo hispanicus persistirá,
desgraciadamente, esa forma subconsciente de pensar. Repito, una constante que
en algunos casos, incluso, ha quedado solapada dentro de otras guerras, como
por ejemplo la de Independencia (1808-1814), cuando en todo el meollo del
conflicto una sección de españoles que se consideraban más cercana a la ideas
progresistas francesas sufrieron el odio de aquellos otros españoles que veía
en ellos unos traidores a la causa fernandina, y que como consecuencia de su
odio ancestral fueron depurados, obligados a exiliarse o exterminados como
perros en medio de la calle. Es, por desgracia, una historia muy olvidada pero
que gracias al eminente historiador Miguel Artola ha vuelto a ver la luz en su
ensayo: Los Afrancesados (Alianza
Editorial, 1989).
El autor divide
este ensayo, esencial para comprender una parte de nuestra Guerra de
Independencia, en cuatro partes bien
claras: la ideología afrancesada y napoleónicas en España; pasa a continuación
a analizar cómo fue de manera interna la monarquía de José Bonaparte, o José I;
sigue con los odios que suscitaron estos afrancesados y como fueron
perseguidos; y termina finalmente hablándonos como vivieron, o mejor dicho
sobrevivieron estos afrancesados en el destierro. Empecemos ab ovo. Para conocer la historia de los
afrancesados hay que remontarse al siglo XVIII, a los acuerdos de Familia entre
la rama borbónica española y la monarquía francesa y en cómo influyeron
mutuamente a la vez que se aliaban contra un enemigo común, en este caso los
ingleses. Las ideas progresistas fueron calando poco a poco en las clases
media-altas, sobre todo entre los intelectuales que veían más allá de sus
fronteras la luz de la Razón frente a las oscuridades medievales que reinaban
en España. Como consecuencia de ello, por ejemplo, nacieron de la noche a la
mañana, como setas tras la lluvia, un buen número de Asociaciones de Amigos del
País que soñaban con modernizar y culturizar al país. El siglo de la
Ilustración deseaba una revolución controlada en las mentalidades hispánicas. Y
fue a finales del siglo XVIII, sobre todo a partir de 1795, cuando esa unión
con nuestros vecinos se hizo más fuerte. Gracias a ella se acordó en 1807
(Tratado de Fontainebleau) que un ejército combinado de franceses y españoles
penetraran en Portugal con el propósito
de castigar al país luso por sus tratados con Inglaterra. A la vez que una
división del ejército español pasaría a engrosar las flamantes tropas
napoleónicas. Se la conoció como La División del Norte, comandada por el
Marques de la Romana y en un principio fueron alojados en Dinamarca. Como se
podrá observar España, sus intelectuales, y gran parte de la sociedad estaban a
partir un piñón con Francia y sus ideas.
Pero en 1808
este idilio se rompió en pedazos. La entrada y hostilidad invasora de los
ejércitos franceses en la Península, el baile y vergüenza de abdicaciones de
Bayona, recayendo al final la corona en la testa de José Bonaparte, a partir de
ahora le llamaremos José I, y los sucesos del 2 de Mayo en Madrid, evidenciaron
la fuerte fractura que produjo entre los seguidores del futuro Fernando VII, y
sobre todo en el pueblo llano, y los que acogían de buen grado la regencia del
hermano de Napoleón y sus ideas avanzadas. Es decir que dentro de una Guerra de
Independencia, una guerra de liberación, se producía otra guerra entre
españoles. Y es aquí donde Miguel Artola asienta su trabajo al decir que llamarles
“traidores” y “vendepatrias” es resumir
la historia de forma simplista y tergiversadora. La versión que desde entonces
se nos ha vendido. Pero esta historia es más compleja de lo que parece, y es el
libro de Artola el que se encarga de desmitificarla y decir lo que no se nos ha
contado. Lo primero ¿Quiénes eran estos afrancesados tan denostados por el
pueblo? Esencialmente se trata de, en la mayoría de los casos, gente culta
(aunque también había algún que otro aprovechado) que veía en Francia un faro
al que seguir. Y por esto no nos hemos de equivocar: los afrancesados eran
amantes de su propio país, y creían que la influencia de las ideas ilustradas
que pregonaban el reinado de la Razón y la Justicia podían hacer mucho bien en
España. Esto redundaría en hacer avanzar el país y que el progreso resultante lo
equipararía a otros lugares de Europa. Tampoco hay que olvidar que no eran unos
monstruos revolucionarios corta cabezas, sino que creían igualmente en el
monarquismo, con un rey justo al frente que fuera responsable de sus actos ante
su pueblo, y todo a través de una revolución tranquila en donde las reformas
eliminaran las telarañas del Antiguo Régimen. Y finalmente veían a Napoleón
como el líder que había frenado los excesos de la Revolución Francesa. Aun así,
aunque estas ideas que propugnaban eran de lo más lógicas, los afrancesados consiguieron
aganarse a sus más acérrimos enemigos entre la incultura del pueblo llano, que
se tragaba cualquier panfleto fernandista, y en los liberales y absolutistas
que únicamente encontraban un punto en común al odiar por igual a los
afrancesados.
Intelectuales
como Alberto Lista, Juan Meléndez Valdés, Cabarrús, Jovellanos; militares como
O´Farrill o Francisco Amoros; e incluso eclesiásticos como los obispos
auxiliares de Zaragoza y Sevilla, no tuvieron ninguna duda en jurar los
Estatutos de Bayona (juramentados) al observar que José I podría ser el rey que
mejor se amoldaba a las ideas progresistas que ellos defienden. Y más cuando el
rey emite la orden de abolir de Inquisición. En verdad todo un salto adelante.
Pero curiosamente estos serán los pocos amigos que este rey tendrá (a pesar de
ser uno de los mejores que ha tenido la Historia de España). El 7 de Julio de
1808 José I jura la Constitución de Bayona, y el 1 de Octubre de ese año hace
jurar fidelidad a los funcionarios. Estos serán los juramentados frente a los
que también aceptan de otro grado la entrada del nuevo rey bajo la fórmula de
libre determinación. Un Bonaparte es el nuevo monarca, pero aunque lleve el insigne apellido de su hermano,
desde el principio será boicoteado no solo por los españoles que le insultan
continuamente (que es lo más lógico) sino también por los suyos. Los mariscales
y generales no le hacen caso y solo atienden las órdenes directas de su propio
hermano, Napoleón. Desde París se le reprocha que sea moderado, atienda a su
pueblo, y continuamente indulte a los que se alzan en armas contra él. Dentro
del caos administrativo que existe intenta crear un ejército puramente español,
pero le dan tan poco dinero que llega un momento en que solo tiene la mitad
para pagar a sus tropas leales. Y es en este punto en donde podemos ver uno de
los hechos silenciados por la historia patria: la existencia de soldados
josefinos leales al rey, sobre todo en Cataluña y Aragón, combatiendo al lado
de los franceses. Esta realidad se intentó acallar en las Cortes de Cádiz en
1812, cuando en un decreto del 26 de Septiembre de ese año se promulgaba lo
siguiente:
Las Cortes Generales y Extraordinarias,
considerando que no deben existir testimonios que transmitan a la posteridad la
abominable conducta de los españoles desnaturalizados, que han tenido la osadía
de tomar las armas y organizarse en cuerpo para pelear contra la madre patria,
han resuelto: Que la Regencia disponga se quemen públicamente las banderas del
Regimiento nº 1 de Juramentados, que sirve bajo las ordenes del Rey Intruso….
La denominación
de traidor se asentó sobre cualquier persona que tuviera simpatías por lo
francés. Es por ello que tras la derrota de las tropas francesas en la Batalla
de Vitoria (1813) más de 12.000 de estos tuvieran que emigrar o bien junto a
las tropas galas que abandonaban España o por cualquier otro medio para evitar
desgracias. Y, evidentemente, éstas se produjeron ya que los que se quedaron o
fueron linchados o arrastrados por las calles como bestias. Tiempo después se
firmó el Tratado de Valençay (1813) por el que, además de reconocer a Fernando
VII como rey de España, se aseguraba que los afrancesados que volvieran al país
y juraran al nuevo monarca, podían volver sin temor a represalias. Pero como
era común este rey felón no respetó lo pactado y nuevamente se produjo una
nueva caza del afrancesado. Y si conseguían sobrevivir en este régimen de
terror o bien se les inhabilitaba social y laboralmente, o se les confiscaba
todos los bienes, o bien acaban en prisiones de Ceuta y Melilla. Todos los que
fueran tachados de “colaboracionista” eran purgados de forma inmediata.
Finalmente, y como suele ocurrir en todas las represalias que se producen
después de una guerra, éstos solo podían volver a su vida normal si obtenían el
perdón mediante un” certificado de lealtad al Deseado”.
Los ganadores
del conflicto armado, los amantes de “¡vivan la caenas!” se las prometían muy
felices al sentir como el cáncer afrancesado era extirpado de la sociedad. Pero
muchos otros también empezaban a darse cuenta, sobre todo los liberales, que
aquella caza salvaje parecía que no iba a terminar ahí. Fernando VII, una vez
vista la herida, una vez olida la sangre, no iba a parar hasta instaurar un
régimen absolutista en el que aquellas ideas afrancesadas de libertad, igualdad
y fraternidad no tuvieran cabida. Aunque ésta será otra historia de la que ya
hablaremos en un futuro, así que de momento quédense con este excelente ensayo,
Los Afrancesados, acerca de unas personas que una vez soñaron
con una España iluminada por la Razón.