Al igual que a muchos hombres y mujeres en la actualidad, a los romanos les preocupaba el cuidado de su cabello. Acudían a las peluquerías llamadas tonstrinae en las que los peluqueros (tonsor) y su igual femenino (tonstrix) no solo cortaban los cabellos y los peinaban sino que también a petición del cliente les podían dar un masaje capilar y echarles productos para evitar que en un futuro se quedaran calvo ya que la alopecia era uno de los mayores terrores estéticos que temían sufrir. Y uno de aquellos romanos que más miedo tenían quedarse calvo era el dictador Julio César (100 – 44 a.C). A pesar de que era un hombre bastante frugal en lo que respecta al comer y al beber en cambio se preocupaba bastante por su aspecto físico en el que gastaba auténticas fortunas y muchas horas en el tocador aunque no lo hacía por vanidad sino con fines políticos ya que, como afirma Suetonio, “no se resignaba a ser calvo, ya que más de una vez había comprobado que esta desgracia provocaba burla de sus detractores” (Vida de César, 45) Por tanto contemplaba la caída del cabello como un signo de debilidad, vejez y falta de potencia sexual.
Así que para luchar contra la alopecia, además de echarse algún producto milagroso, gustaba de peinarse hacia delante e incluso consiguió que el Senado le concediese la gracia de llevar puesta permanente una corona de laurel para tapar la incipiente calva. En verdad un hecho sin precedentes ya que antes de este capricho estético la corona de laurel solo se llevaba en las fiestas dedicadas al dios Apolo (representante de esta planta como bien se puede leer en la leyenda trágica de Apolo y Eurídice). Aun así, aunque Julio César tuviera miedo de mostrar su calvicie y que la asociaran con posibles debilidades, como era muy inteligente el dictador supo darle la vuelta a la situación y permitir que sus soldados asociaran su fama de adultero con su propia alopecia. Por ejemplo, aunque interiormente no le hiciera mucha gracia, dejaba que sus legiones durante la cabalgata que se producía en sus triunfos le llamaran adultero calvo (moechus calvus) y que previnieran a los hombres de que guardaran a sus mujeres porque había hecho acto de presencia “el varón de todas las mujeres y la mujer de todos los hombres”. Afirmación un tanto machista e hipócrita cuando en cambio a su mujer Pompeya la había acusado de adulterio en los rituales de la Bona Dea al proclamar aquello de que “La mujer del César no solo debe serlo, sino también parecerlo”.