A veinte millas al norte de la ciudad de Roma se encontraba el enclave etrusco de Veyes. Durante muchos años esta localidad se había ido enriqueciendo con el control del comercio de la sal y del resto del tráfico comercial que pasaba por allí por lo que los romanos veían con inquietud como les iba haciendo sombra poco a poco. Así que en el 485 a.C le declararon la guerra a Veyes pero lo que creían que iba a ser un golpe rápido se convirtió en un conflicto enquistado que duró casi diez años. Es por ello que la toma de la ciudad etrusca en el 396 a.C fue considerada todo un hito a la altura de lo que fue en su momento la caída de Troya. El general que consiguió la victoria final fue Marco Furio Camilio y en su honor se organizó un triunfo por todo lo alto en el que ante el regocijo de los espectadores pasó no solo el general subido en su carro sino también otros transportes donde se podían ver el gran botín que había traído desde Veyes, los apenados esclavos y además, subido en otro carro, la formidable estatua de la diosa Juno Regina que en su momento había sido la protectora de Veyes y que al final sería alojada en un nuevo templo que se comenzaría a edificar en la colina capitolina. Y junto a la estatua también venían unos curiosos visitantes: una bandada de ocas sagradas conducidas por un pastor y que se mostraban muy dignas todas ellas, graznando y alzando las blancas alas, pues sabían que eran el centro de atención y que al igual que su diosa también serían alojadas con todos los honores en dicho templo que el propio Furio Camilio había prometido construir.
Ahora avancemos unos cuantos años, en concreto cuatro. En el 390 a.C una confederación de pueblos galos comandados por el caudillo Breno, tras cruzar los Alpes, irrumpieron en la península itálica y derrotaron al ejército romano a las orillas del rio Alia por lo que desde ese momento tuvieron el camino expedito para entrar en Roma. Cosa que hicieron sin dilación y que fue considerado como el primer saqueo que se producía en dicha ciudad y que no se volvería a repetir hasta 800 años después. Los galos, como iba diciendo, penetraron en la ciudad como un torrente y arrasaron con todo lugar y persona que se encontraron por delante. Los supervivientes acudieron prestos a la elevada zona del Capitolio y allí resistieron varias embestidas de los invasores pero ninguna de ellas tuvo éxito. Los galos querían tomar toda la ciudad y ver el fuerte construido en lo alto de aquella colina se había convertido en una espinita que a su líder Breno le ponía furioso, así que una noche decidieron escalar la pared del Capitolio y tomar por sorpresa a sus defensores. Todo parecía estar a su favor pues la noche era clara y tranquila y éstos al ver que la cima estaba próxima ya pensaban que su golpe de mano iba a ser todo un éxito. Pero de repente pasó algo con lo que no contaban pues en medio de aquella placida noche sonaron unos gritos estridentes que alertaron a los centinelas de que el enemigo estaba próximo, bajo sus pies. Los responsables de aquel escándalo no habían sido producidos por los perros guardianes sino por las ocas del corral que debido al hambre se habían despertado y puesto a proferir chillidos frenéticos con los que había despertado a los sitiados. Los galos, por tanto, fueron rechazados y la ciudadela salvada. A la mañana siguiente se convocó a los tribunos militares y el centinela que había sido negligente al quedarse dormido fue arrojado por la roca Tarpeya al igual que los perros guardianes que no habían alertado del peligro.
Con el tiempo los galos de Breno comenzaron también a sufrir hambre y enfermedades por lo que decidieron abandonar la ciudad con la única condición de que les pagaran con monedas de oro. Cuenta la leyenda que para pesarlo se puso una balanza enorme en el foro pero cuando los romanos vieron que había ciertas deficiencias en el pesaje comenzaron a quejarse de que habían sido engañados y que estaban poniendo más oro de la cuenta. Acto seguido Breno desenfundo su espada y la arrojó en uno de los platos de la balanza inclinándola más a su favor. Entonces exclamó: “¡Vae Victis!” (¡Ay de los vencidos!) afirmando por tanto que más vale que no dijeran nada pues el vencedor siempre tiene razón. Años después cuando se conmemoraba la liberación de la ciudad por parte de las fuerzas de Furio Camilio se procedía a colgar a algunos perros como recordatorio de la cobardía que sus antepasados habían tenido mientras que las ocas eran engalanadas y paseadas en una solemne procesión, con todos los honores en recompensa por haber salvado la ciudad de Roma con sus oportunos graznidos.