Algunos
historiadores otorgan esta anécdota a Federico el Grande, pero por la forma en
que se desarrolla propiamente se ajusta más a la bonhomía del rey español
Carlos III que a la figura del otro personaje citado. Ya verán. Ocurrió una
tarde de invierno en que el monarca estaba escribiendo unas cartas en su
despacho cuando se dio cuenta de que se estaba quedando sin tinta para continuar
su labor. Para solventar este despiste llamó con una campanilla al ayuda de cámara
que ese día estaba de guardia pero tras esperar un buen rato nadie acudió.
Volvió a repetir la operación, e igualmente con el mismo resultado. Extrañado,
Carlos III salió al pasillo y se encontró en una silla cercana al ayuda de cámara,
medio tirado, roncando como un lirón. Pero cuando el rey lo iba a despertar
malhumorado se dio cuenta de que de uno de los bolsillos le asomaba un billete.
Con cuidado lo cogió y leyó lo siguiente: “Querido hijo mío: desde que por la
recomendación de ese gran señor estás en palacio y me vienes socorriendo con la
parte de las propinas que te corresponden, tus dos pobres hermanas y yo hemos
salido de la espantosa miseria en que nos dejaste, y tenemos pan y comer y
ropas con que abrigarnos. Hijo mío, te doy las gracias por la bondad de tu
corazón, y te bendigo como al mejor y más amante de los hijos…”.
Emocionado, el
rey volvió a introducir el papel en el bolsillo junto con un cartucho de
monedas, y acto seguido, tras volver a entrar en el despacho, llamó de nuevo
con más fuerza al durmiente. Ahora sí éste hizo acto de presencia y tras dejar
que se disculpara por la tardanza, Carlos III le preguntó por el bulto que se
adivinaba en su bolsillo. Cuando el lacayo metió la mano y sacó el cartucho se
puso blanco, y rápidamente aseguró que alguien le había introducido esas
monedas en el traje para incriminarle por robo. El rey se levantó y poniéndole una
manos en el hombro, le recriminó que pensase que fuera un malvado el que le
había dado esa pequeña fortuna y no otra persona que, a lo mejor, quería
simplemente su bien y el de su familia. Entonces comprendió que había sido su
majestad el que le había dado el cartucho y de rodillas, llorando a sus pies, agradeció de todo corazón que hubiera sido la
mano del rey el que le había hecho aquel regalo. Entonces Carlos III le
respondió lo siguiente: “La mano de Dios, para hacer bien, lo mismo obedece a
la intención de un rey que a la de un labriego: cualquiera que sea la persona,
el impulso, la acción, es de Dios. Envía ese dinero a tu madre, y dile que yo
cuido de ella y de ti”.