lunes, 12 de octubre de 2015

EL REGALO DEL MEJOR ALCALDE DE MADRID



Algunos historiadores otorgan esta anécdota a Federico el Grande, pero por la forma en que se desarrolla propiamente se ajusta más a la bonhomía del rey español Carlos III que a la figura del otro personaje citado. Ya verán. Ocurrió una tarde de invierno en que el monarca estaba escribiendo unas cartas en su despacho cuando se dio cuenta de que se estaba quedando sin tinta para continuar su labor. Para solventar este despiste llamó con una campanilla al ayuda de cámara que ese día estaba de guardia pero tras esperar un buen rato nadie acudió. Volvió a repetir la operación, e igualmente con el mismo resultado. Extrañado, Carlos III salió al pasillo y se encontró en una silla cercana al ayuda de cámara, medio tirado, roncando como un lirón. Pero cuando el rey lo iba a despertar malhumorado se dio cuenta de que de uno de los bolsillos le asomaba un billete. Con cuidado lo cogió y leyó lo siguiente: “Querido hijo mío: desde que por la recomendación de ese gran señor estás en palacio y me vienes socorriendo con la parte de las propinas que te corresponden, tus dos pobres hermanas y yo hemos salido de la espantosa miseria en que nos dejaste, y tenemos pan y comer y ropas con que abrigarnos. Hijo mío, te doy las gracias por la bondad de tu corazón, y te bendigo como al mejor y más amante de los hijos…”.

Emocionado, el rey volvió a introducir el papel en el bolsillo junto con un cartucho de monedas, y acto seguido, tras volver a entrar en el despacho, llamó de nuevo con más fuerza al durmiente. Ahora sí éste hizo acto de presencia y tras dejar que se disculpara por la tardanza, Carlos III le preguntó por el bulto que se adivinaba en su bolsillo. Cuando el lacayo metió la mano y sacó el cartucho se puso blanco, y rápidamente aseguró que alguien le había introducido esas monedas en el traje para incriminarle por robo. El rey se levantó y poniéndole una manos en el hombro, le recriminó que pensase que fuera un malvado el que le había dado esa pequeña fortuna y no otra persona que, a lo mejor, quería simplemente su bien y el de su familia. Entonces comprendió que había sido su majestad el que le había dado el cartucho y de rodillas, llorando a sus pies,  agradeció de todo corazón que hubiera sido la mano del rey el que le había hecho aquel regalo. Entonces Carlos III le respondió lo siguiente: “La mano de Dios, para hacer bien, lo mismo obedece a la intención de un rey que a la de un labriego: cualquiera que sea la persona, el impulso, la acción, es de Dios. Envía ese dinero a tu madre, y dile que yo cuido de ella y de ti”.