El 19 de
Septiembre de 1506 el rey Felipe el Hermoso, para aliviar los rigores del calor
y del esfuerzo sufrido tras jugar un duro partido de pelota, tomó un jarro de
agua fría y de un trago se bebió casi la mitad. Este hecho puede parecer banal
pero al día siguiente el monarca comenzó a sentirse mal, con fiebres y sudores,
y casi una semana, a resultas de ello, entregaba su alma a Dios. El reino quedó
desolado pero quien más lo sintió fue, sin duda alguna, su esposa Juana que si
ya sufría de continuos problemas psicológicos aquel mazazo acabó con los pocos
restos de cordura que en ella hubiera. Llama la atención que al principio no
lloró y solo se preocupaba de si los nobles flamencos quisieran llevarse los
restos de su marido a Flandes. Pero eso no quería decir que no hubiera perdido
la cabeza por completo, pues al principio quiso que el cuerpo de su amado solo
fuera velado por hombres y que no apareciera por allí ninguna dama de la corte
ni ninguna monja. Los celos eran tan grandes, incluso en la muerte, que decidió
que el difunto fuera enterrado en la Cartuja de Miraflores (Burgos) ya que era
un edificio regentado por los cartujos (es decir todos hombres). Y tanta era su
desconfianza con respecto al mundo que incluso iba de vez en cuando a ver el ataúd
de su amado Felipe para ver si había resucitado y lo abría con una llave que
ella únicamente llevaba alrededor de su cuello.
Fue enterrado en
un principio en dicha Cartuja pero pasado unos días Juana se acordó que Felipe
le había comentado alguna vez que quería ser enterrado en la Catedral de
Granada. Así que tras desenterrar el cadáver organizó uno de los mayores
disparates que se han producido dentro de nuestra Historia: una siniestra
comitiva que iría desde Burgos hasta Granada en una serie de jornadas
nocturnas. La marcha fúnebre se inició el 20 de Diciembre y ella estaba encabezada
por cortesanos seguidos por un nutrido grupo de frailes que debían ir entonando
oficios de difuntos continuamente. Después venía otro grupo de damas feas o con
alguna tara física (no vaya a ser que al cadáver le diera por correrse una juerga)
y finalmente unas andas escoltadas por
soldados bien armados portando antorchas con las que orientarse en las frías
noches castellanas.
Hay que
imaginarse la imagen que daba esta comitiva. Los lugareños veía como unas
antorchas, al igual que la Santa Compaña, se acercaban de noche al pueblo y que
un ataúd lo cruzaba envuelto en un canto para muertos. Tal imagen debía poner
los pelos de punta incluso al más valiente. Es entonces cuando algunos historiadores
creen que la gente comenzó a llamar Loca
a la reina Juana. Y es que incluso cuando paraban en alguna localidad de los
páramos de Burgos, Palencia o Valladolid, los soldados mandaban encerrar a las jóvenes
en las casas para que el rey difunto no se pudiera fijar en ellas. Esas eran
los órdenes de una reina que ya no estaba en sus cabales. Finalmente, tras
varios meses de periplo, el padre de Juana, Fernando el Católico, decidió tomar
cartas en el asunto y, por un lado encerrar a su hija en Tordesillas y por otro
llevar el cadáver del desastrado Felipe hasta Granada, en donde reposa
tranquilamente hoy en día junto a aquella que perdió la cabeza por una
verdadera locura de amor.