Hubo un tiempo en
que la Iglesia prohibía diseccionar cuerpos humanos. Los artistas y futuros
médicos, muchas veces en connivencia con sepultureros o religiosos que no
hacían ascos a aceptar unas monedas a cambio, permitían a los primeros realizar
estas operaciones en el más absoluto secreto, a la débil luz de unas pobres
velas y siempre con miedo a ser sorprendidos y ajusticiados a continuación. Fue
el papa Bonifacio VIII (1235 – 1303) quien en 1300 decretó que estaba prohibido
diseccionar, cortar o hervir trozos de un cuerpo bajo pena de ser excomulgados
y ahorcados si se era reincidente en el delito. Según parece esta era una
costumbre muy seguida por los cruzados quienes para transportar a uno de sus
compañeros caídos en combate procedían a despedazarlo y hervirlo en una gran
tinaja para que al final solo quedaran los huesos y así poder transportarlos de
manera más sencilla para entregárselos a sus familiares y darles una sepultura
digna. A la Iglesia nunca le gustó esta práctica por lo que emitió dicho
decreto el cual, después, se malinterpretó y se extendió a cualquier disección
que se realizara con fines anatómicos.