“… el más avanzado de
entre los pueblos vecinos a estos (los celtíberos), es el conjunto de los
llamados vacceos…” (Diodoro Sículo)
Cuenta la
leyenda, o Estrabón (que es lo mismo), que una vez un viajero griego desembarcó
en Emporión y en cuanto pudo conseguir un burro que le llevara al interior de la
Península, le preguntó al arriero que le había vendido el animal qué camino
debía seguir. Éste le dijo a sotto voce que tuviera cuidado con el pueblo
de al lado pues todos eran unos ladrones. Nuestro aventuro fue al siguiente
pueblo y cuando volvió a preguntar por el siguiente le dijeron, nuevamente, que
anduviera con pies de plomo pues sus moradores eran todos unos violadores de
mucho cuidado… y así fue de lugar en lugar oyendo siempre que los pueblos
siguientes eran malvados. Puede parecer una anécdota chusca pero
curiosamente es la idea que ha quedado
en el imaginario público desde tiempos remotos: que los españoles somos unos
individualistas que no soportamos a nuestros vecinos; que somos incapaces de
unirnos para conseguir un fin común; y que si alguna vez lo hacemos es para
acabar a palos entre nosotros. Es decir un pueblo cainita donde los haya.
Pero aunque la
mayoría de las veces ha sido así, este hecho no voy a negarlo, a lo largo de la
historia ha habido hitos que han tirado por tierra esta afirmación general. Uno
de esos momentos excepcionales hay que buscarlo en los mismos tiempos en los
que he basado mi anterior anécdota. Iberia, tiempo de conflictos entre romanos
y cartagineses, siendo los primeros los que se llevaron el gato al agua. Época
dura a la vez que inolvidable en que dos super potencias se jugaban el todo por
el todo en una batalla singular que tenía como premio el control del Mediterráneo.
Varias veces guerrearon entre sí, y siempre que lo hacían a su lado llevaron
soldados mercenarios, destacando entre ellos los ferreos íberos o los honderos
baleáricos con sus certeras hondas. Pues bien es en aquellos años donde el
escritor Augusto Rodríguez de la Rúa sitúa su novela histórica Aro, el guerrero lobo (Nowtilus 2015).
El autor nos lleva al año 210 a. C, cuando nuestro protagonista siente que su
mundo idílico de fértiles cosechas y amantísima familia está en peligro al
saber que los romanos han desembarcado en la Península Ibérica para luchar
contra los cartagineses. Dentro de sus entrañas sabe que los hijos de Roma no
van a contentarse con derrotar a los púnicos sino que viendo las grandes
riquezas existentes van a querer quedarse con la parte del león, es decir toda
Hispania. Y como vaticinó tiempo atrás Escipión acabó aplastando a Aníbal y Asdrúbal,
provocando que los romanos sean los nuevos señores de sus tierras. Es una ola
que no puede parar y muy pronto se acercan a su hogar, a la zona de los pueblos
vacceos. Por lo tanto, y ante la llamada de sus vecinos carpetanos, ha de tomar
una dura resolución: luchar contra las poderosas legiones romanas, o bien
someterse cual buey al yugo. Obviamente decide lo primero y nuestro
protagonista, Aro, se embarca en una increíble aventura para salvar a su
familia, su pueblo y su alma de las garras de los hijos de la loba.
Aunque Augusto
Rodríguez de la Rúa no es un historiador profesional, hay que congratularse al
observar que esta novela sigue la dirección de los escritores que últimamente
han decidido fijar su mirada en el mundo prerromano y al momento en que éste
entró en lucha contra los romanos. Gracias a este tipo de libros el lector
interesado en la novela histórica aprende que antes de que una caligae romana hollara la Península
había pueblos con una historia propia y muy rica. Y claro está nuestro autor
igualmente nos habla de ella, sobre todo de los vacceos, al mismo tiempo que
nos hace disfrutar con la disposición impresionante de las legiones romanas en
batalla. En su escritura destaca un estilo directo y poco rebuscado que
potencia la acción directa de la aventura y que mantiene en vilo al lector. Así
pues no duden en leer las primeras páginas de Aro, el guerrero lobo, pues en ellas pronto conocerá cómo hubo una
vez un hombre que, como otros muchos caudillos hispanos, no dudó ningún momento
en poner su escudo delante las todopoderosas espadas romanas para defender todo
aquello que siempre respetó por encima de todo: la libertad.