Desde 1682 hasta
1789 el palacio de Versalles se convirtió en el verdadero corazón de Francia.
El rey Luis XIV transformó el refugio preferido de caza de su padre Luis XIII
en una de las maravillas arquitectónicas de Europa. Todo en él emanaba
magnificencia y en su centro se encontraba el propio monarca. En torno a él
giraba la vida de aquel palacio y por eso cualquier acto que se realizaba allí
dependía de su voluntad. Aunque fuera el más nimio, como por ejemplo el ritual
que se realizaba cuando el rey abría los ojos por la mañana. A esta solemne
ceremonia se la llamaba Le Lever du Roi,
el Despertar del rey, y consistía en los siguientes pasos:
A las ocho y
media en punto, el ayudante de cámara, que había dormido a los pies del lecho
real, se acercaba a la cámara y susurraba: “Señor, es la hora”. Después abría
las puertas de la cámara y dejaba entrar al Primer Médico y al Primer Cirujano
que se ocupaban de que el rey hubiera dormido bien, sosegado, y sin ninguna
alteración. Cuando éstos terminaban su inspección matutina se producían las “grandes
entradas” que consistían en dejar pasar a los familiares del propio rey quienes
esperaban pacientemente a que el Primer Gentilhombre de Cámara descorriera la
cortina que había alrededor de la cama. Este Gentilhombre acercaba al monarca
una pila de agua bendita y una Biblia y durante un cuarto de hora todos los
presentes rezaban susurrando no fuera a ser que Luis XIV tuviera migrañas
matutinas.
La segunda parte
del ceremonial se llamaba el Petit Lever
y en ella el rey ya levantado se sentaba en un cómodo sillón donde unos
ayudantes le peinaban y le afeitaban. Mientras tanto se daba entrada en la
estancia a los ministros y personalidades destacadas. Hay que pensar que en
esos precisos momentos el lugar, entre unos y otros, debía estar abarrotado,
así que era normal que Luis XIV se levantara para pasar a continuación a un
salón adyacente donde desayunaba y era vestido por el Primer Gentilhombre de
Cámara y el Maestro de Guardarropa.
Pero el gran
despertar todavía no había terminado ya que éste concluía con una procesión por
las Grandes Estancias, como la Galería de los Espejos, hasta la Capilla Real.
El rey iba acompañado de cuatro guardias y un capitán quien tenía la misión no
solo de vigilar al monarca sino también de recoger las peticiones escritas por
los cortesanos que asistían a la procesión. Todo este ritual terminaba
alrededor de las diez de la mañana, cuando Luis XIV se sentaba frente al altar
de la Capilla. Y esto se realizaba cada día, sin excepción, siendo obligatoria
su asistencia.