sábado, 30 de mayo de 2020

LOS AFRANCESADOS - Miguel Artola



La razón es el único don del cielo que compensa plenamente los males de la existencia humana (José María Blanco White)

La mejor definición que existe de la corriente cainita que tristemente circula por la sangre de todo español desde que nuestros ancestros pisan esta vieja piel de toro, la dejó escrita Antonio Machado en su poema “Españolito”, el  LIII de sus Proverbios y Cantares dentro de su obra Campos de Castilla. Estos versos vienen a decir lo siguiente: “Españolito que vienes/al mundo te guarde Dios.  Una de las dos Españas ha de helarte el corazón.” O una cosa o la otra. Sin punto medio. O estás conmigo o contra mí. Las eternas dos facciones que han asolado nuestra pobre historia, ya sean entre reyes medievales, isabelinos y carlistas, o nacionales contra republicanos. Es una constante que se repite continuamente cada cierto tiempo, una cierta ansia de liberar la mala sangre que se nos acumula. Una especie depuración del alma para aliviar los viejos rencores que se nos enquistan en nuestro ser. Y no hay que asustarse, pues mientras exista el homo hispanicus persistirá, desgraciadamente, esa forma subconsciente de pensar. Repito, una constante que en algunos casos, incluso, ha quedado solapada dentro de otras guerras, como por ejemplo la de Independencia (1808-1814), cuando en todo el meollo del conflicto una sección de españoles que se consideraban más cercana a la ideas progresistas francesas sufrieron el odio de aquellos otros españoles que veía en ellos unos traidores a la causa fernandina, y que como consecuencia de su odio ancestral fueron depurados, obligados a exiliarse o exterminados como perros en medio de la calle. Es, por desgracia, una historia muy olvidada pero que gracias al eminente historiador Miguel Artola ha vuelto a ver la luz en su ensayo: Los Afrancesados (Alianza Editorial, 1989).

El autor divide este ensayo, esencial para comprender una parte de nuestra Guerra de Independencia, en  cuatro partes bien claras: la ideología afrancesada y napoleónicas en España; pasa a continuación a analizar cómo fue de manera interna la monarquía de José Bonaparte, o José I; sigue con los odios que suscitaron estos afrancesados y como fueron perseguidos; y termina finalmente hablándonos como vivieron, o mejor dicho sobrevivieron estos afrancesados en el destierro. Empecemos ab ovo. Para conocer la historia de los afrancesados hay que remontarse al siglo XVIII, a los acuerdos de Familia entre la rama borbónica española y la monarquía francesa y en cómo influyeron mutuamente a la vez que se aliaban contra un enemigo común, en este caso los ingleses. Las ideas progresistas fueron calando poco a poco en las clases media-altas, sobre todo entre los intelectuales que veían más allá de sus fronteras la luz de la Razón frente a las oscuridades medievales que reinaban en España. Como consecuencia de ello, por ejemplo, nacieron de la noche a la mañana, como setas tras la lluvia, un buen número de Asociaciones de Amigos del País que soñaban con modernizar y culturizar al país. El siglo de la Ilustración deseaba una revolución controlada en las mentalidades hispánicas. Y fue a finales del siglo XVIII, sobre todo a partir de 1795, cuando esa unión con nuestros vecinos se hizo más fuerte. Gracias a ella se acordó en 1807 (Tratado de Fontainebleau) que un ejército combinado de franceses y españoles penetraran en Portugal  con el propósito de castigar al país luso por sus tratados con Inglaterra. A la vez que una división del ejército español pasaría a engrosar las flamantes tropas napoleónicas. Se la conoció como La División del Norte, comandada por el Marques de la Romana y en un principio fueron alojados en Dinamarca. Como se podrá observar España, sus intelectuales, y gran parte de la sociedad estaban a partir un piñón con Francia y sus ideas.

Pero en 1808 este idilio se rompió en pedazos. La entrada y hostilidad invasora de los ejércitos franceses en la Península, el baile y vergüenza de abdicaciones de Bayona, recayendo al final la corona en la testa de José Bonaparte, a partir de ahora le llamaremos José I, y los sucesos del 2 de Mayo en Madrid, evidenciaron la fuerte fractura que produjo entre los seguidores del futuro Fernando VII, y sobre todo en el pueblo llano, y los que acogían de buen grado la regencia del hermano de Napoleón y sus ideas avanzadas. Es decir que dentro de una Guerra de Independencia, una guerra de liberación, se producía otra guerra entre españoles. Y es aquí donde Miguel Artola asienta su trabajo al decir que llamarles “traidores” y “vendepatrias”  es resumir la historia de forma simplista y tergiversadora. La versión que desde entonces se nos ha vendido. Pero esta historia es más compleja de lo que parece, y es el libro de Artola el que se encarga de desmitificarla y decir lo que no se nos ha contado. Lo primero ¿Quiénes eran estos afrancesados tan denostados por el pueblo? Esencialmente se trata de, en la mayoría de los casos, gente culta (aunque también había algún que otro aprovechado) que veía en Francia un faro al que seguir. Y por esto no nos hemos de equivocar: los afrancesados eran amantes de su propio país, y creían que la influencia de las ideas ilustradas que pregonaban el reinado de la Razón y la Justicia podían hacer mucho bien en España. Esto redundaría en hacer avanzar el país y que el progreso resultante lo equipararía a otros lugares de Europa. Tampoco hay que olvidar que no eran unos monstruos revolucionarios corta cabezas, sino que creían igualmente en el monarquismo, con un rey justo al frente que fuera responsable de sus actos ante su pueblo, y todo a través de una revolución tranquila en donde las reformas eliminaran las telarañas del Antiguo Régimen. Y finalmente veían a Napoleón como el líder que había frenado los excesos de la Revolución Francesa. Aun así, aunque estas ideas que propugnaban eran de lo más lógicas, los afrancesados consiguieron aganarse a sus más acérrimos enemigos entre la incultura del pueblo llano, que se tragaba cualquier panfleto fernandista, y en los liberales y absolutistas que únicamente encontraban un punto en común al odiar por igual a los afrancesados.

Intelectuales como Alberto Lista, Juan Meléndez Valdés, Cabarrús, Jovellanos; militares como O´Farrill o Francisco Amoros; e incluso eclesiásticos como los obispos auxiliares de Zaragoza y Sevilla, no tuvieron ninguna duda en jurar los Estatutos de Bayona (juramentados) al observar que José I podría ser el rey que mejor se amoldaba a las ideas progresistas que ellos defienden. Y más cuando el rey emite la orden de abolir de Inquisición. En verdad todo un salto adelante. Pero curiosamente estos serán los pocos amigos que este rey tendrá (a pesar de ser uno de los mejores que ha tenido la Historia de España). El 7 de Julio de 1808 José I jura la Constitución de Bayona, y el 1 de Octubre de ese año hace jurar fidelidad a los funcionarios. Estos serán los juramentados frente a los que también aceptan de otro grado la entrada del nuevo rey bajo la fórmula de libre determinación. Un Bonaparte es el nuevo monarca, pero aunque  lleve el insigne apellido de su hermano, desde el principio será boicoteado no solo por los españoles que le insultan continuamente (que es lo más lógico) sino también por los suyos. Los mariscales y generales no le hacen caso y solo atienden las órdenes directas de su propio hermano, Napoleón. Desde París se le reprocha que sea moderado, atienda a su pueblo, y continuamente indulte a los que se alzan en armas contra él. Dentro del caos administrativo que existe intenta crear un ejército puramente español, pero le dan tan poco dinero que llega un momento en que solo tiene la mitad para pagar a sus tropas leales. Y es en este punto en donde podemos ver uno de los hechos silenciados por la historia patria: la existencia de soldados josefinos leales al rey, sobre todo en Cataluña y Aragón, combatiendo al lado de los franceses. Esta realidad se intentó acallar en las Cortes de Cádiz en 1812, cuando en un decreto del 26 de Septiembre de ese año se promulgaba lo siguiente:

Las Cortes Generales y Extraordinarias, considerando que no deben existir testimonios que transmitan a la posteridad la abominable conducta de los españoles desnaturalizados, que han tenido la osadía de tomar las armas y organizarse en cuerpo para pelear contra la madre patria, han resuelto: Que la Regencia disponga se quemen públicamente las banderas del Regimiento nº 1 de Juramentados, que sirve bajo las ordenes del Rey Intruso….

La denominación de traidor se asentó sobre cualquier persona que tuviera simpatías por lo francés. Es por ello que tras la derrota de las tropas francesas en la Batalla de Vitoria (1813) más de 12.000 de estos tuvieran que emigrar o bien junto a las tropas galas que abandonaban España o por cualquier otro medio para evitar desgracias. Y, evidentemente, éstas se produjeron ya que los que se quedaron o fueron linchados o arrastrados por las calles como bestias. Tiempo después se firmó el Tratado de Valençay (1813) por el que, además de reconocer a Fernando VII como rey de España, se aseguraba que los afrancesados que volvieran al país y juraran al nuevo monarca, podían volver sin temor a represalias. Pero como era común este rey felón no respetó lo pactado y nuevamente se produjo una nueva caza del afrancesado. Y si conseguían sobrevivir en este régimen de terror o bien se les inhabilitaba social y laboralmente, o se les confiscaba todos los bienes, o bien acaban en prisiones de Ceuta y Melilla. Todos los que fueran tachados de “colaboracionista” eran purgados de forma inmediata. Finalmente, y como suele ocurrir en todas las represalias que se producen después de una guerra, éstos solo podían volver a su vida normal si obtenían el perdón mediante un” certificado de lealtad al Deseado”.

Los ganadores del conflicto armado, los amantes de “¡vivan la caenas!” se las prometían muy felices al sentir como el cáncer afrancesado era extirpado de la sociedad. Pero muchos otros también empezaban a darse cuenta, sobre todo los liberales, que aquella caza salvaje parecía que no iba a terminar ahí. Fernando VII, una vez vista la herida, una vez olida la sangre, no iba a parar hasta instaurar un régimen absolutista en el que aquellas ideas afrancesadas de libertad, igualdad y fraternidad no tuvieran cabida. Aunque ésta será otra historia de la que ya hablaremos en un futuro, así que de momento quédense con este excelente ensayo, Los Afrancesados,  acerca de unas personas que una vez soñaron con una España iluminada por la Razón.

domingo, 24 de mayo de 2020

TENER CUATRO PERRAS


Después de la revolución que derrocó en 1868 a Isabel II, también conocida como La Gloriosa, el nuevo gobierno tomó la decisión de cambiar la unidad monetaria e implantar la peseta (nombre derivado del catalán peceta, que viene a significar “piececita”) Dentro de esta unidad monetaria se pusieron en circulación las monedas de diez y cinco céntimos de peseta que muy pronto fueron conocidas como la perra gorda y la perra chica. ¿Por qué? Parece ser que en una de las caras de estas monedas, precisamente en la de diez céntimos, aparecía un león que, mirando hacia atrás, sostenía un escudo mientras que en la versión de cinco céntimos también aparecía dicho león aunque más pequeño. Pero la ciudadanía en vez de ver dos leones prefirieron ver dos perras: la grande y la chica. Con el tiempo el gobierno borró a esos dos leones pero lo de las perras se quedó en el habla cotidiana propiciando algunas expresiones populares como por ejemplo estar sin una perra gorda, tener cuatro perras, o incluso ¡para ti la perra gorda!

sábado, 23 de mayo de 2020

EL MITO DE ORFEO – Carlos García Gual y David Hernández de la Fuente


De la estirpe de Apolo vino el tañedor de la lira, el padre de los cantos, el muy alabado Orfeo. (Pítica, IV, 176)

Existe una expresión latina, Nihil novum sub sole (No hay nada nuevo bajo el sol, Eclesiastés 1:09) que esencialmente nos viene a decir que todo lo que hacemos hoy, y que creemos que es novedoso, ya existía en la antigüedad. Esto, por ejemplo, suele ocurrir con los temas que nos ofrece la literatura y el cine en la actualidad. Si rascamos un poco los argumentos que nos muestran los medios de comunicación muchas veces no es original y en la mayoría de los casos se retrotraen hasta tiempos arcanos. Como si existieran x principios básicos, o una serie de moldes primordiales ya inventados de los cuales nunca podemos escapar. Por citar un caso observemos el eterno amor que se profesaban Romeo y Julieta de Shakespeare y que sus antagónicas familias arrastran hasta la muerte. Pues bien, si hacemos un estudio más detallado la historia de estos amantes ya aparecía en textos griegos y latinos en la leyenda de Píramo y Tisbe. Pues bien, si lo hiciéramos con todas las obras actuales casi un 50% no se salvarían de ser meras copias. Y es que la influencia de los clásicos, de la literatura y la mitología es muy grande y nos llega hasta hoy mismo. Otro ejemplo, y ya nos centramos en la materia de la que les quiero hablar, es de otro mito que ha perdurado a través de los siglos, el del amor más allá de la vida de Orfeo y la dríade Eurídice, y que los estudiosos Carlos García Gual y David Hernández de la Fuente han rescatado a través del ensayo El mito de Orfeo. Un estudio completo en donde el arte y la muerte se dan la mano.

Ambos autores han querido rescatar esta legendaria historia con el propósito de mostrarnos como la simbología del mito del músico Orfeo ha sido esencial para, por un lado, observar como ésta ha influido en la literatura antigua y como, por otro lado, ha evocado a gran parte de la cultura occidental. Para quien no conozca el mito de Orfeo (cosa harto difícil, creo) déjenme que desempolve un poco el apolillado tratado de mitología que leíamos cuando éramos pequeños. A grandes rasgos Orfeo era hijo de Calíope, musa de la poesía épica y de la poesía en general, y del rey tracio Eagro, o del mismísimo Apolo en otras leyendas. Se dice que gracias a su voz, el cuidado y la magia de las bacantes, y el uso de la lira o de la citara (a la que puso la séptima cuerda) cada vez que cantaba el mundo se paralizaba. El viento paraba en su vagar, los animales, incluidos los peces, se arracimaban a su lado e incluso los árboles se inclinaban para oír la melodía de su voz. Sus poderes como vate eran tan conocidos que en su juventud acompañó a los inmortales Argonautas hasta la misma Cólquide para recuperar el Vellocino de Oro, y tiempo después se enamoró y se casó con la ninfa Eurídice. Pero su aventura más peligrosa comenzaría en aquel momento pues cuando ésta murió tras ser mordida por una cruel áspid, quedó tan desolado que acudió al mismísimo Hades a recuperarla. Vagó por aquellos oscuros reinos y el canto de su tristeza apenó tanto al rey de los muertos y a su esposa Perséfone que le permitieron recuperarla y llevarla al reino de los vivos. Pero con una condición: que cuando fueran andando hacia la luz nunca se volviera a mirarla hasta que estuvieran fuera del Hades. Orfeo dudó mucho rato si esto era una triquiñuela, así que cuando estaba ya fuera de las oscuras concavidades mortuorias rápidamente giró su rostro para ver a su esposa. Por desgracia ésta todavía se hallaba dentro y como el viento que ventea la ceniza desapareció de su vista para siempre. Apenado por haber fallado en su propósito Orfeo volvió a Tracia, y fue precisamente allí donde fue despezado por las Bacantes.

En un principio, el mito de Orfeo correspondería a uno más de las famosas leyendas grecolatinas acerca de héroes que volvieron del Hades tras realizar una misión suicida. Recordemos como Hércules en su undécimo trabajo tuvo que viajar al inframundo a capturar al mismísimo perro del Infierno Cerbero; o como Odiseo y Eneas descienden al Hades con objeto de consultar y ver a sus antiguos compañeros de fatigas. En cambio la historia de Orfeo difiere con respecto a las otras en que aporta algo distinto. Algo más novedoso. El cantor tracio, en un principio, emprende un viaje imposible por amor, a diferencia de Hércules, Odiseo y Eneas. Y es gracias a ese amor con el que vence continuamente las pruebas a las que es sometido continuamente. El poder de la música y la voz de Orfeo son enormes. Si no llega a utilizar esa “magia”, por ejemplo, durante el viaje de los Argonautas, las aventuras de Jasón y sus compañeros no habrían llegado mucho más allá de Yolcos. Así pues el poder divino de Orfeo hace que todo el inframundo se conmueva continuamente. No necesita ninguna espada increíble, ni arco o escudo sobrenatural, para llegar hasta la negra morada de Hades y su amada. El mito de Orfeo, según nos indica García Gual y Hernández de la Fuente,  es una historia en donde la vida, la muerte, la música y la poesía se dan la mano para crear una leyenda universal. El que un ser mortal, destrozado por la muerte de su esposa, decida contra natura y contra cualquier parecer razonable acudir a la otra vida a rescatarla es lo que ha hecho que escritores y poetas de todos los tiempos (ya fueran Virgilio u Ovidio en la Antigüedad, o Shakespeare, Bacon o Garcilaso entre otros cientos de literatos) escriban historias sin parangón bebiendo de esta tradición inmortal. Incluso músicos como Monteverdi o Gluck han evocado con su música la leyenda de aquel que quiso desafiar a la muerte.

Y es que último elemento del que les hablo, la Muerte, en todos los sentidos, es uno de los ingredientes más importantes de este mito. Como ya he indicado anteriormente, Eurídice, al ser perseguida por Aristeo, es mordida por una serpiente y entre fuertes dolores muere sin que su esposo pueda hacer nada por ella. Desafiando el sino de los dioses Orfeo decide viajar al inframundo y mediante sus dones, armado solo con una lira, librar a su amante de su cárcel mortuoria. El periplo que hace entonces Orfeo es un claro ejemplo y guía de cómo  se creía entonces que era el Hades y las partes de su reino. Sin dudar un momento Orfeo se introduce en el Hades (catábasis) por una de las puertas del infierno conocidas en aquellos momentos, ya fueran las grietas plutónicas de Anatolia, Sicilia, la que había en el Etna, o incluso la más famosa de todas ellas:  la que albergaba el hogar de la Sibila de Cumas en la Magna Grecia. Tras franquear la puertas de la muerte, Orfeo hace un periplo turístico por el inframundo: se dirige al rio Estige donde ablanda al correoso Caronte con sus cantos; lo mismo hace con Cerbero al otro lado de la orilla y con los jueces que deciden el bien o el mal de las almas: Minos, Radamantis, y Éaco. Su vagar lo lleva a atravesar los ríos Aqueronte (río de la tristeza), el Flagetonte, o el Cocito (curiosamente siglos después Dante lo transformará en un lago helado), y a desdeñar las aguas del Leteo pues no quiere olvidar el motivo que le ha llevado hasta allí. Observa como las almas en pena se dividen, por un lado las que van a la bienaventuranza de los Campos Elíseos, y por otro los que son condenados a los eternos castigos del Tártaro. Pero Orfeo nos lleva más allá, hasta las mismas puertas del palacio de Hades y Perséfone, quienes se apiadan de nuestro rapsoda aunque con una condición que desgraciadamente no podrá cumplir. En verdad todo un itinerario hecho por la visión que tenían los antiguos de cómo era la muerte.

Lo curioso de todo este asunto de la muerte y Orfeo es que aunque fracasara en su intento, este mito del héroe tracio tuvo como consecuencia la creación de un movimiento religioso llamado Orfismo, en el que si se creía en él uno podría asegurarse su estancia en el más allá de forma favorable, ya fuera en los Campos Elíseos o en las Islas de los Bienaventurados. Los iniciados en estos misterios daban mucha importancia a las cuestiones del alma y su salvación posterior. Al igual que siglos después el cristianismo o el budismo conciben que el alma está prisionera del cuerpo y que éste no es más que un simple estuche o cárcel que impide que su verdadera esencia llegue pura a su destino. Las persona que seguían este culto mistérico recibían una especie de manual del Más Allá, una especie de guía turística y una contraseña que han de decir al entrar en el inframundo (una especie de salvoconducto que solo conocen los jueces infernales) para poder llegar con éxito a los Campos Elíseos. Por ello no han beber nunca del Leteo. Pero esta purificación, la mayoría de los casos, no se hace en un simple viaje sino que se ha de realizar en unas cuantas reencarnaciones hasta que el alma este pura del todo. Es por ello que nunca deben derramar sangre ni  comer ni matar animal alguno pues quién sabe si en alguno de ellos está encerrada un alma en periodo de purificación.

Esta creencia religiosa, rompedora entonces, es rica en simbolismos y contraseñas ocultas. Su influencia es tal que ha inspirado aspectos religiosos de algunas doctrinas futuras, y es por eso que la lectura de este ensayo, El mito de Orfeo, no ha de ser hecha como mero entretenimiento, ni como una forma más de pasar el rato leyendo mitologías ya olvidadas. Este breve libro ha de ser leído de forma reflexiva viendo como este mito grecolatino influyó tanto en la literatura, la música, películas, obras de teatro, esculturas, pinturas… es, sin lugar a dudas, uno de aquellos esquemas básicos de los que les hablaba al principio. Una de aquellas historias de amor, poesía, muerte, música y luz que más han calado en la cultura occidental. Como diría Eurípides en Alcestis:

Si yo tuviera la lengua y la música de Orfeo,
y capaz fuera con mis canciones de embelesar
a la hija de Deméter o a su esposo y sacarte del Hades,
allí  descendería, y ni el perro de Plutón ni el conductor de almas
Caronte, con su remo, me detendrían
antes de reintegrar de nuevo tu vida a la luz.

sábado, 16 de mayo de 2020

DESERTORES. LOS ESPAÑOLES QUE NO QUISIERON UNA GUERRA CIVIL – Pedro Corral



En verdad es dificilísimo castigar a hombres que están en el frente porque, a menos que se les mate, es difícil conseguir que se sientan peor de lo que ya se sienten.
(George Orwell en Homenaje a Cataluña)

Las visiones más simplistas que se tienen de la Guerra Civil Española (1936- 1939) nos presentan a un país totalmente en armas. Una persona, sea de una ideología o de otra, rojos o blancos, nacionales o republicanos, “los de un lado o los de otro”, pensara como pensase siempre llevando consigo  un fusil al hombro y siempre con la idea fija de machacar al contrario. Todos contra todos. Hermano contra hermano. Ese es el mensaje que, repito, los más simplistas nos han vendido de la lucha fratricida que desangró nuestro país durante aquel verano que duró tres años. Que nos matamos unos a otros como borregos es cierto y que durante los años previos a la guerra hubo una fuerte polarización de mentalidades también es verídico, pero tras leer el libro de Pedro Corral que tengo entre las manos, Desertores (Almuzara 2017), ya no tengo muy claro que el mensaje que lanzaba la propaganda de ambos bandos acerca de una nación en armas, todos a una como Fuenteovejuna, sea tan cierta, ya que en verdad hubo una tercera España, y no hablo de la política, sino de las personas que no quisieron guerrear , que vieron que aquello no tenía sentido, y que se vieron atrapados en aquella vorágine de trincheras y odios seculares.

En un principio podemos decir que en contra de los cartelones del bando republicano y nacional no hubo ni tanta afiliación como parece ni fue tan entusiasta como se nos presenta. Dos estudiosos de la Guerra Civil Española como Michael Seidman y Michael Alpert comentan lo siguiente: el primero que “en ninguna de los dos zonas las “masas” iban voluntariamente a luchar”; mientras que el segundo, Alpert, asegura que “Las Milicias no pueden ser descritas como “la nación en armas””. Así pues, quitando los voluntarios o fanáticos que se lanzaron en primer momento a apuntarse al reñidero español, la gran mayoría lo hicieron de manera forzada y atendiendo a la zona geográfica donde les encontró el conflicto. Atendamos a las duras y frías cifras que nos presenta Pedro Corral para ejemplificar este hecho. Según parece en 1936 habría alrededor de 24 millones de españoles censados. A finales de ese año solo se habían apuntado alrededor de 100.000 voluntarios republicanos frente a los 120.000 del bando sublevado el 18 de Julio. Los demás eran reclutas forzosos. O sea que nos encontramos con una cifra bastante flaca. Es más, durante la guerra la República utilizó unos 26 reemplazos que oscilaban entre los 18 a los 44 años, mientras que bajo el mando del general Franco se utilizaron 15  que también oscilaban entre los 18 y los 33 años. Es decir que si sumáramos todos estos reemplazos tendríamos 5 millones de soldados, pero sin embargo se sabe que en total ambos ejércitos utilizaron la mitad, 2.500.000. ¿Dónde están los demás? Parece como si se hubieran volatilizado, o que hubiera un tercer bando invisible pululando por la Península sin saberse dónde. ¿O es que acaso uno de cada dos personas llamadas a filas no acudió a la leva? Esto último es lo más correcto.

Como se puede ver, acudir a filas o patearse media España portando un arma ya no parece tan alegre y motivador. Pero volvamos a lo de la cuestión geográfica. Esta es, y coincido con el autor, la clave principal de la Guerra Civil. Desde sus comienzos España quedó casi partida en dos lados. Por un lado los sublevados y por otro los territorios que fueron fieles al gobierno legalmente establecido. Según donde le tocara a uno en suerte estar en ese momento se te asignaba la filiación, y si por desgracia no era a la que uno pertenecía ideológicamente o bien se escondía o se intentaba pasar “al otro lado”. Es por ello que la gran mayoría de soldados y reclutas llevados al frente no tuvieron libertad de escoger bando. Mientras que muchas historias de la guerra nos muestran que quienes caían en bando republicano eran fieles a la republica y quienes caían en zona nacional era fascista de nacimiento, el libro de Pedro Corral lo desmiente de principio a fin. Y esto muestra claramente muchas situaciones paradójicas como que había gente que estaba disparando en una trinchera mientras sus familiares eran fusilados en su propia retaguardia, o que había unidades en las que había más bajas debido a las muertes producidas al detener a los desertores que se querían pasar a la zona contraria, e incluso el gran número de soldados que se auto mutilaban (tiro en el pie, en la mano…) para no tener que combatir. Para toda esa gente que no quería luchar la guerra se convirtió en todo un infierno de sin razón.

No podemos hablar de cobardes que tuvieran miedo a un fusil o una granada, sino de personas que se encontraban en el lugar equivocado o que no deseaban mal alguno al contrario. Desertores, nos describe un gran número de historias personales y entrevistas sobre como muchos soldados eran reclutados a la fuerza, y los motivos que tuvieron para pasarse al bando enemigo por razones ideológicas o simplemente para estar con sus familiares; cómo prepararse la fuga, las formas de hacerlo, los modos de librarse de la leva forzosa de turno, y cómo eran represaliados si eran atrapados ya fuera mediante un tiro por la espalda de las avanzadillas que hubiera al otro lado de la trinchera, o a través de un fusilamiento en una tapia cercana, y si se tenía más suerte ser enviado a un campo de trabajo hasta el final del conflicto. A través de la lectura podemos ver el abundante número de deserciones que había, la confraternización en tierra de nadie y el intercambio de productos de un lado y de otro convirtiéndose muchas veces aquel terreno en una auténtica romería entre trincheras (solo en nuestro país se podría producir este hecho) en donde los hermanos se saludaban, los primos echaban un trago juntos y los padres e hijos se abrazaban. E incluso había veces que hasta había deserciones exprés en las que los fugados dejaban una carta explicando que no eran traidores y que solamente iban al pueblo de enfrente a ver a la familia y volvían en unos días. Un ejemplo de carta en el frente de Extremadura dejada por un soldado nacional a sus compañeros:
                
 Señores no creáis que me voy porque me gusta aquello. Me voy a ver a mi familia si no me matan y traerme a mis hermanos los dos. Muchísimas gracias por lo bien que los habéis hecho conmigo, bastantes años de salud os dé Dios. Y el Capitán y Alféreces que son muy buenos. Arriba España. Viva Franco que es el que tiene que triunfar y vivan todos los soldados de España. José Gil Fernández. Soldados no pasarse que yo me voy a ver a mi familia.

Como se puede ver cada uno tenía un motivo para no quedarse donde estaba. Como ya les he dicho un libro muy humano en el que veremos formas increíbles de librarse de ser llevado al frente; la incertidumbre de aquellos que se querían fugarse y como organizaban su huida siempre ojo avizor por si eran pillados; y sobre todo, entre historias trágicas, chuscas y aquellas que nos harán soltar una sonrisa cómplice, el autor nos desmitificará muchos puntos que teníamos sobre cómo fue la Guerra Civil Española y la gran desgracia que tuvieron que soportar aquellos que se evadían y las consecuencias posteriores que sufrieron sus familias.