Por: José Antonio
En el siglo XVII, e incluso hasta hace poco, en España era habitual orinar en la calle. Además de esto desde las casas se tiraba a la vía los resultados de las necesidades fisiológicas al grito de ¡¡¡Agua va!!! Tras el grito se vaciaban los contenidos de orinales y bacía. Esta costumbre provocaba que las calles de la Corte desprendieran un hedor insoportable. Aún podemos ver en el Monasterio de la Encarnación un cartel de la época que prohíbe hacer aguas.
Lo que vamos a contar a continuación ocurrió durante el reinado de Felipe IV. Para evitar esta costumbre insana y, sobre todo, que las gentes orinaran en la calle se decidió llenar de crucifijos los puntos en los que la gente solía desahogarse. Junta a la cruz se inscribía una máxima: Donde hay cruz, no se orina. Con el ambiente de extrema religiosidad de la época y con el peligro del Santo Oficio rondando sobre las cabezas de los madrileños la medida pretendía disuadir a los ciudadanos de hacer aguas junto a simbología sagrada y, por ende, en la vía pública.
En aquella época vivía en Madrid el poeta Francisco de Quevedo y Villegas. Era famosa la afición a la bebida de Quevedo y, un día paseando por el centro de Madrid le vinieron las ganas de orinar. Hay que recordar que el poeta escribió que la más bella declaración de amor era decir a la dama te quiero más, que una buena gana de cagar, por lo que su ingenio también utilizaba contenidos escatológicos. Imagínense al cojo Quevedo buscando un sitio para orinar y no encontrar más que cruces con la inscripción Donde hay cruz, no se orina. Al final tuvo que decidir entre el sacrilegio y mojarse las calzas. Decidió lo primero y se desahogó junto a uno de estos crucifijos. Una vez retirado el peso de su vejiga el ingenio se apoderó de él y completó la inscripción: Donde hay cruz no se orina, y donde se orina no se ponen cruces.