A finales del siglo I d.C el otrora poderoso Senado, juez y poder de Roma, solo había quedado como símbolo de la antigua República convirtiéndose en mero consejo para el emperador de turno. Un ejemplo de ello lo vemos en un suceso producido en época del dueño del Imperio Tito Flavio Domiciano (51-96 d.C). Un día soleado el emperador hizo reunir al Senado para preguntarle cómo podía cocinar un soberbio pescado que le habían regalado. Los senadores no se ponían de acuerdo, que si en salsa, a la parrilla, hervido en su juego… por lo que Domiciano, al ver que no había quórum, pidió a uno de sus criados que le trajeran el susodicho pez. Al rato hizo acto de presencia envuelto en fino lino reposando en mullido cojín siendo coreado por los senadores que no paraban en prorrumpir en aplausos y parabienes al emperador, felicitándole por tan buena pesca. Incluso uno de ellos que era ciego, palpando el pescado, dijo que nunca había visto animal tan grande y vistoso, digno de regio paladar.
Así de adulador e hipócrita se había vuelto aquella sala en la que un apasionado Cicerón había pronunciado una vez para orgullo de las letras romanas y flagelo de estudiantes latino la famosa sentencia Quosque tándem abutere, Catilina, patientia nostra? (¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?)