viernes, 24 de enero de 2014

TREINTA DOBLONES DE ORO - Jesús Sánchez Adalid



Miré los muros de la patria mía, /si un tiempo fuertes ya desmoronados/ de la carrera/ de la edad cansados/ por quien caduca ya su valentía. 
(Francisco de Quevedo)

Finales del siglo XVII. El gigante está a punto de caer. Sus pies de barro no pueden soportar el peso de la decadencia. España, otrora inmenso titán, ahora se parece a una casa abandonada. Por fuera señorial, pero por dentro, al igual que la morada de la señorita Havisham de Grandes Esperanzas de Dickens, vacía y triste, con sus muebles antaño luminosos ahora viejos y llenos de polvo, y los cimientos, antes fuertes y admirados, anuncian en este momento su terrible erosión. He aquí el estado de aquel imperio en el que se creía que nunca se pondría el sol ya que ahora todos los indicadores indican su pronto ocaso y todo español con dos dedos de frente presiente que la noche es oscura y alberga horrores.

Estamos acostumbrados a que la literatura española, sobre todo en el campo de la novelística, al narrarnos una apasionante historia del siglo XVII la gran mayoría de las veces se centre sobre todo en los momentos más esplendorosos de aquel Siglo de Oro en que los artistas y literatos deslumbraron al mundo con su genio, o en que las armas de los Tercios Viejos y Nuevos eran el terror de protestantes e ismaelitas. Pocas son las que van más allá de oscuros lances en callejones madrileños o que nos muestren con orgullo la inmensa puerta al Nuevo Mundo que era Sevilla. Así pues hemos de congratularnos al tener en el mercado literario una novela que centra su punto de mira al final de aquel siglo áureo y que mediante una prosa clara nos lleve a la España de la decadencia y de la muerte con honor. Se trata de la última obra de Jesús Sánchez Adalid Treinta doblones de oro, publicada recientemente por Ediciones B.

El argumento de la esta novela es el siguiente: Un joven llamado Cayetano, alias Tano, cuando está malviviendo de oficio en oficio por las calles de Sevilla es llamado a servir como administrativo en el palacio don Manuel de Paredes, anteriormente gran señor, y aunque al principio cree que va encontrar una vida regalada entre aquellas paredes pronto se da cuenta de que, al igual que el Buscón al entrar al servicio del hidalgo, allí solo va a encontrar miserias, hambre y deudas. En un primer momento viendo que se le adeudan varios sueldos decide abandonar la casa pero las buenas artes de la esposa de don Manuel y el amor de una muchacha de la casa, Fernanda, le convencen de que siga trabajando allí hasta que lleguen mejores días. Pero como las desgracias nunca vienen solas un mal día reciben la noticia de que el navío Jesús Nazareno se ha hundido a causa de un temporal, arrastrando consigo no solamente la preciada carga del comerciante don Manuel sino también la única esperanza de sobrevivir de aquella familia. Destrozados ya se ven en la indigencia cuando de pronto reciben unas propiedades en las Islas Canarias. Es por eso que Cayetano, nuestro protagonista, se embarcará en aquella dirección, comenzando así una apasionante aventura por el Norte de África en donde conocerá el asedio de La Mamora, también llamado San Antonio de Ultramar.  Despojado de sus armas pasa a ser cautivo en tierras de Barbería, justamente en Mequinez, en donde, a través de sus penas como esclavo, conoceremos como malvivían los cristianos bajo el peso del alfanje de Alá.

Pero excúsenme que no siga con el relato, pues no quiero fastidiarles el final. Si desean saber como acaba, existe un remedio fácil: abrir las páginas de este libro y seguir las huellas del joven Cayetano. En cambio lo que si puedo indicarles es que Treinta doblones de oro no es una novelita más de aventuras pues a través de ella podemos ver un claro reflejo de en qué estado se encontraba España sobre todo a partir de 1680. Hallamos un país en decadencia, tanto política como socialmente. Las riquezas americanas, en vez de enriquecer al país, a ser utilizado casi en su totalidad por las empresas guerreras de los Hasburbgo, lo han llevado en varios ocasiones a la bancarrota, aumentando sobre todo a partir de finales de siglo la corrupción, el caos administrativo y la devolución de la moneda, produciendo a muchos a la ruina. Y si a eso se le añade que los comerciantes italianos, franceses y holandeses han puesto sus empresas en España y desvían los beneficios a sus países, sin redundar ninguno en el mercado español, es de imaginar el estado de hundimiento político en la patria de Carlos II, el último Austria. Como consecuencia de esta mala praxis política y económica, la decadencia social es palpable ya que se produce el hundimiento de las clases sociales, produciendo la ruina de muchos comerciantes y hacendados, cayendo muchos desde lo alto hasta la indigencia, al igual que le pasa en la novela al señor de Cayetano.

Podemos considerar a 1680 como el annus horribilis del siglo XVII pues además de la ruina generalizada y la devaluación del vellón se le añadió varios hechos importantes como sequías, sobre todo en Andalucía, e incluso terremotos que destruyen los pocos alimentos disponibles. Ya lo dice Francisco Godoy: No cogiéndose ningunos frutos, estrechándose la necesidad común hasta llegar a la extrema miseria, a buscar los hombres yerbas silvestres con que sustentar los cuerpos… La tierra de casi toda Andalucía se secó; los frutos se quemaron; los árboles se ardían; los granos se perdieron; los campesinos se fueron a mendigar a otras provincias; los ganados perecieron. Se encareció el pan, y por su carestía murieron muchos. Toda España estaba destrozada tanto física como moralmente. Y quien mejor lo ejemplifica es la antaño esplendorosa Sevilla, Babilonia de Occidente. Esta ciudad, que igualaba en maravillas y población a París o Londres se enriqueció gracias al mercado del Nuevo Mundo ya que las naves estaban obligadas a atracar en ese puerto y a ser confirmadas por la Casa de Contratación. Muchos sevillanos se hicieron ricos, pero no se daban cuenta que sus días de bonanza podían llegar a su fin. El primer anuncio del declive de Sevilla lo encontramos en 1558 cuando se permitió que los grandes buques procedentes de las Antillas y que no pudieran traspasar la barra de arena de Bajo Guía (Sanlúcar de Barrameda) pudieran ya atracar allí. La peste de 1649 (se dice que murieron 200.000 de los 300.000 habitantes de la ciudad), la corrupción y el caos monetario hicieron que Sevilla pronto cayera en crisis. Pero fue el famoso año 1680 el que dio el aldabonazo final a la ciudad de Velázquez, pues la monarquía y su gobierno dieron permiso a Cádiz para que alojara en su puerto natural a todos los barcos que vinieran de América, creándose así la Casa de Contratación de Cádiz, y quedando la de Sevilla solamente de manera nominal y con el honor de haber contribuido a la grandeza de las españas. Como dice doña Matilda en la novela: La vida se ha puesto muy difícil… Ya no es como antes. Solo hay que asomarse al balcón para ver el mercado de la plaza. Ante ahí había de todo: plata fina, seda, marromaque, nácar, azabache… ¡Y hasta perlas! ¿Qué hay ahora? Cuatro baratijas… ¡Si es que no hay dinero…! ¿Quién puede pagar un salario?

Este es el mundo en el que Cayetano se desenvuelve. El mundo de la España en crisis, no tan diferente al nuestro actual. Como ya he indicado antes Treinta doblones de oro, de Jesús Sánchez Adalid no es solo una novela histórica de aventuras más, sino que es todo un reflejo de cómo estaba el Imperio austriaco en ese momento. Nos encontramos con una narración rápida, ágil, muy bien documentada, y trufado a lo largo de sus páginas con las excelentes ilustraciones de Joan Mundet, dibujante muy conocido sobre todo por las novelas de la saga de Alatriste. En verdad que les recomiendo la lectura de esta obra pues en ella encontraran un mundo muy diferente al que glosan las odas imperiales, triste, hundido y agridulce en el que importa más el ser humano y su supervivencia que el brillo de los aceros rotos.