El 10 de Junio
de 1603 todas las campanas de Valladolid se pusieron a repicar al paso de un entierro
que en esos momentos iba en dirección a la Iglesia de San Pablo. Junto al pomposo
ataúd andaba una delegación de padres dominicos del convento de Belén,
acompañados nada más ni nada menos que por los representantes principales de la ciudad,
obispos y arzobispos de media España y una variada compañía de Grandes de
España. La gente, al sonido de las campanas salía de sus casas para presenciar
dicho espectáculo y se preguntaban ¿quién era aquel muerto que congregaba a aquellas
gentes tan importantes? Pero cuando alguien se lo explicaba no podían salir de
su asombro, pues dentro de aquel féretro no había nadie, solamente unos cuantos
ladrillos que pesaban igual que el finado, en este caso la excelentísima Doña
Catalina de la Cerda, esposa del famoso duque de Lerma, en esos momentos valido del rey Felipe III.
Pero si allí
dentro solo había meros ladrillos, ¿dónde estaba la duquesa? En verdad sus
restos descansaban en el convento de Belén donde había sido enterrado el día
antes. Parece ser que esta señora había muerto hace siete días pero como unos
decían que había que llevarla a Medinaceli, como había querido ella, o a
Valladolid, como pretendía el marido, el tiempo había pasado y ya cuando la
comitiva mortuoria había llegado al convento de Belén el cuerpo estaba tan
hinchado y descompuesto que tuvieron que inhumarla allí mismo pues el olor era
terrible. Aun así, el todopoderoso duque de Lerma no podía consentir que sus
decisiones no fueran cumplidas por lo que decidió escenificar el entierro en la
ciudad aunque no estuviera la propia protagonista, y es por ello que decidieron
meter unos ladrillos en el ataúd para que este no fuera vacio.