La Navidad es,
por encima de todo, una época de paz y concordia en la que cualquier tipo de
odio o conflicto muchas veces cesa por completo. Como si algún espíritu interno,
inmemorial, empujara al ser humano a firmar cualquier tipo de tregua con sus
semejantes. Pues esto mismo es lo que pasó durante la Primera Guerra Mundial,
justamente el día de Navidad de 1914. Cuando se estaban acercando dichas
festividades el káiser Guillermo II de Alemania y su estado mayor decidieron
enviar a sus soldados del frente un abundante cargamento de comida para la cena
de Nochebuena y la comida de Navidad, junto con una gran cantidad de arbolitos
para que decoraran las frías trincheras. Había tal cantidad de árboles que en
algunos tramos incluso había uno cada cinco metros. Al llegar la Nochebuena los
alemanes comenzaron a encenderlos y a cantar villancicos mientras daban cuenta
de su banquete.
¡Menudo susto
tuvieron que llevarse los aliados cuando en mitad de la noche se encendieron
las luces de los arbolitos y empezaron a oír las canciones navideñas! Pero es
aquí cuando hizo acto de presencia el milagro de la Navidad pues en vez de
atacar las posiciones enemigas éstos se unieron también al jolgorio del momento
cantando sus propios villancicos para regocijo de ambos bandos. La música iba y
venía por el aire e incluso algunos gritaban peticiones y buenos deseos a los
de enfrente. A la mañana siguiente, al alba, algunos soldados alemanes izaron
banderas blancas y caminaron desarmados por la Tierra de Nadie haciendo gestos
a los aliados para que se acercaran de buena fe. Al poco rato se reunieron y como
si fueran amigos de toda la vida intercambiaron regalos, se enseñaron las fotos
de las novias y esposas, e incluso alguien sacó un balón de futbol con el que rápidamente
organizaron un partido habiendo por lo menos había cincuenta jugadores por cada
equipo. Daba igual, lo importante era seguir vivos y en buena armonía. Aunque
también hubo tiempo para cosas más serias como recoger los cadáveres del día
anterior, darles sepultura y acudir a una ceremonia religiosa en donde se
mezclaron sin ningún problema los ya antiguos enemigos.
Para esos
soldados aquel día de Navidad fue todo un regalo, un oasis en un mundo que se
había vuelto loco, pero en cambio para las altas esferas fue todo lo contrario.
Cuando les llegaron las noticias acerca de lo que había sucedido el día de
Navidad en distintas partes del frente empezaron a pedir informes para
represaliar a los soldados que habían tenido la osadía de confraternizar con el
enemigo, a la vez que requisaban las fotos que inmortalizaron aquel maravilloso
día (una de ellas se les escapó y acabó publicada en The Daily Mirror inglés).
Finalmente, a resultas de la tregua de Navidad los oficiales de ambos bandos
detectaron que sus soldados ya no querían atacar las posiciones enemigas pues ¡¿cómo
iban a matar a aquellos que el día anterior les habían tratado como verdaderos
amigos!?. Así pues el alto mando decidió redistribuir a sus soldados y
cambiarlos de frente para que olvidaran viejas amistades y pudieran seguir
matando sin ningún remordimiento. Aun así, a pesar de enviarlos a cientos de
miles de kilómetros, a algunos soldados no se les olvidó ese día de Navidad y
años después pudieron contar aquella maravillosa historia a sus nietos al amor
de la chimenea.