lunes, 28 de enero de 2019

UN HOBBIT, UN ARMARIO Y UNA GRAN GUERRA - Joseph Loconte



¡Mi querido Frodo! –exclamó Gándalf -, los hobbits son criaturas realmente sorprendentes, como ya he dicho. Puedes aprender todo lo que se refiere a sus costumbres y modos en un mes y después de cien años aún te sorprenderán.  
(El Señor de los Anillos, J.R.R.Tolkien)

Dice John Keegan en su obra La Primera Guerra Mundial, que “… los hombres a los que las trincheras confinaron a la intimidad forjaron vínculos de dependencia mutua y autosacrificio más fuertes que cualquier amistad entablada en tiempos de paz y prosperidad. Este es el mayor misterio de la Primera Guerra Mundial”. Y es cierto pues los soldados de todos los bandos que lucharon entonces, que soportaron el fuego y el acero acurrucados en el cieno de una cicatriz en la tierra, llegaron a conocer perfectamente no solo a sus correligionarios más cercanos sino también a comprender sus ideas más internas y a percibir cuáles eran los sueños rotos que tenían por delante si conseguían sobrevivir a aquella carnicería humana. Muchas fueron las horas de bombardeo y metralla que tuvieron que soportar sobre sus cabezas y por tanto muchos los ratos que tuvieron para pensar en sus vidas y destinos. De esa guerra que supuestamente iba a terminar con todas ellas, nació una moral más ácida y cínica, descontenta y contestataria con respecto a la que les fue enseñada por sus ancestros. La mayoría de los supervivientes abandonaron sus ideas épicas y religiosas con las que entraron en la guerra y tras la depresión posterior muchos se convirtieron a acérrimos ateos que renegaban de sus creencias ancestrales. Un ejemplo de ello fue C.S. Lewis (1898 – 1963), autor de las increíbles Crónicas de Narnia (aunque luego volvió a recuperar su fe cristiana). Pero, también hubo otros que salieron reforzados en sus creencias. Es el caso de John Ronald Reuel Tolkien (1892 – 1973), creador de El Hobbit o El Señor de los Anillos, y de toda la mitología de la Tierra Media, quien se negó a caer en el pesimismo y frustración postbélica. La inocencia de la época eduardiana había acabado, la sombra de Sauron había acabado con los sueños, y, por lo tanto ¿cómo pudo aquello influir en esos dos autores, que tantas horas de ilusión han deparado a millones de lectores, a la hora de escribir sus obras magnas?

Y es que no se puede entender todo el mundo que envuelve a estos dos escritores y sus libros sin conocer antes la influencia que tuvo en ellos la Primera Guerra Mundial. Hace poco una nueva editorial llamada Larrad Ediciones publicó un ensayo titulado Un Hobbit, un armario y una Gran Guerra, del autor Joseph Laconte que nos narra cómo esta contienda  marcó a sangre y fuego a Lewis y a Tolkien y como las impresiones y vivencias que sufrieron allí se plasmaron de manera definitiva en sus obras literarias. Desde luego nos encontramos con un trabajo afortunado ya que su salida en español coincide justamente con el centenario que celebra el fin de las hostilidades. Tras leer con detenimiento Un Hobbit, un armario y una Gran Guerra he llegado a la conclusión de que es un libro que complementa a muchos otros que hablan sobre este conflicto armado pues se centra sobre todo en la moral y la religión de la época y en cómo ésta influyó en la guerra y por otro lado en como estas dimensiones influyeron en nuestros dos escritores. Así pues, quien vaya buscando el típico libro sobre política, causas, desarrollo en todos los frentes, y consecuencias tras el 11 de Noviembre  de 1918, ya le aseguro que este no es su libro. Éste en concreto trata sobre un aspecto que muchas veces queda alejado de los grandes tratados o que queda relegado a un pequeño capítulo. Y, por otro lado, este ensayo, derivado de lo anterior, se centra por igual en el paso de Tolkien y Lewis por las trincheras de media Europa (a diferencia del libro de John Garth, Tolkien and the Great War, que solo se centra en un autor en concreto).

A principios del siglo XX Europa vivía inmersa en la fascinación del modernismo y la ciencia. La Revolución Industrial había traído, sobre todo a Inglaterra, nuevas formas de modernización en todos los campos y los avances tecnológicos empezaban a desplazar a la idea de Dios. El ser humano podía revertir la naturaleza, moldearla a su gusto y sentirse superior. O lo que es lo mismo, jugar a Dios. Esto era algo que Lewis y Tolkien, a diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, aborrecían pues siendo ambos criados en zonas rurales (Tolkien en las Tierras Medias Occidentales de Birmingham, obsérvese el guiño, y Lewis en la bella Isla Esmeralda) sentían predilección por su entorno. Ese rechazo se puede observar, por ejemplo, en el desagradable aspecto que muestran los Uruk Hai que nacían del destrozo de los bosques cercanos a la Torre de Isengard. Ambos autores parecían ir contracorriente con respecto a las formas de pensar que se estaban imponiendo. También estaban en contra de la mecanización excesiva y en cómo ésta desplazaba de forma masiva a los hombres de los bellos campos (La Comarca) a las minas y las ciudades. En resumidas cuentas lo moderno y la idea de la eugenesia selectiva estaba transformando al hombre en maquinas que de forma precipitada se dirigía al matadero de la Guerra. Los bellos campos de Narnia, o la majestuosidad de los Ents son y eran el reflejo de lo que defendían ambos autores.

Este es uno de los aspectos iniciales que con el que principia esta obra, la cual desemboca a continuación en como la religión cristiana influyó sobremanera en la Primera Guerra Mundial. Llama la atención que a pesar del culto que había en torno a la modernización, se produjera una eclosión potente del cristianismo en cuanto se pegó el primer disparo en los campos de Europa. Desde la Paz de Westfalia en 1648 se había firmado un acuerdo tácito en el que las guerras posteriores  la religión no fuera el desencadenante principal. Pero en cambio, desde que ésta comenzó, los religiosos de la Triple Entente o los de las fuerzas de los Imperios Centrales convirtieron el conflicto es una especie de cruzada medieval. Los soldados, adoctrinados por sus diferentes iglesias ya fueran anglicanas, protestante o católica, fueron enviados a las trincheras con la idea de exterminar a  aquellos demonios o bestias que querían acabar con su idea de cristianismo y con el mundo civilizado. Las arengas desde los pulpitos convirtieron al enemigo en belcebues y monstruos que había que exterminar por el bien de la humanidad. Desde hacía siglos estas llamadas a la guerra santa no se habían producido de manera tan alarmante. Y, claro está, pasado unos meses de muerte y destrucción era normal que la fe de los combatientes disminuyera y cayera en picado hasta llegar a los niveles del ateísmo, sobre todo en el campo del anglicanismo. Es, precisamente, a este mundo de horror al que llegaron Tolkien y Lewis, y no precisamente a lomos de las Águilas o del león Aslan.

Había una vez un hobbit llamado J.R.R. Tolkien que llegó a Francia en 1916 como teniente del 11º Batallón de servicio de los fusileros de Lancashire y que ejerció como oficial de comunicaciones en la Batalla del Somme. Los horrores vividos allí, la devastación de los campos y los miles de cadáveres pudriéndose en tierra de nadie hizo que en su mente y en breves esbozos fuera pergeñando el universo de la Tierra Media. Aquella tierra agotada, aquellos arboles humeantes y la saña de los combatientes parecen sacados de más allá de las Puertas Negras en la región de Mordor, donde Sauron y su ojo inflamable espera encontrar a un hobbit que se esconde en su pequeño agujero ¿Tal vez al propio Tolkien? Pero no todo lo que vio le inspiró nazgules u orcos, sino que el compañerismo que apreció en sus soldados y subalternos se fue transmutando en la fe de los hombres por salvar su propia humanidad.  La abnegación de un simple furriel o ayudante de oficial es la viva imagen de un Sam Gamyi que quiere sobre todo ayudar a su señor Frodo a sobrellevar los esfuerzos (el anillo) con el que  conseguir una victoria que los saque de ese barrizal en el que están metidos y así volver a la dulzura de la Comarca (o Inglaterra).

Tolkien pasó la reválida de la guerra, su fe siguió intacta y aferrándose a ella y a su admiración por la mitología, sobre todo nórdica, consiguió crear El Señor de Los Anillos. Pero este no fue, en un principio el caso de Lewis, quien tras haber entrado en el armario y haber servido en el tercer batallón de la infantería de Somerset Light, y también haber combatido en el Somme, tras la guerra abandonó el cristianismo para abrazar el cinismo y el ateísmo. Al igual que Tolkien, Lewis había perdido a muchos amigos y los había visto destrozados por los obuses de los teutones, por lo que no pudo superar este durísimo trauma que le llevó a la depresión y a la nostalgia más profunda. Pero su vida cambió cuando volvió a encontrar de nuevo a su querido amigo Tolkien (antes de la guerra ambos se conocían debido al amor que profesaban por la literatura y la mitología). Y fueron precisamente los mitos los que salvaron a Lewis de su depresión. En este caso el mito fue de nuevo Cristo y una conversación que tuvo con Tolkien en los jardines del Magdalen College de Oxford. Allí Lewis volvió a abrazar el cristianismo y su nueva visión se plasmó en muchos de los personajes que aparecen en sus Crónicas de Narnia.

En Un hobbit, un armario y una Gran Guerra, encontraremos abundantes referencias que aparecen en las obras principales de estos dos autores y que son tomadas de las vivencias que sufrieron éstos durante la Primera Guerra Mundial. Joseph Loconte nos adentra en el meollo del conflicto y con una escritura apasionada complementa otros trabajos del mismo tema pero desde un punto de vista distinto, el de la lucha moral y de la religión en guerra,  y en como dos personas, gracias a sus convicciones, pudieron sobrevivir a ella para legarnos un mundo lleno de dragones, guerreros, seres mitológicos y de luz, de gran belleza y profundidad como nunca se han visto. Así pues les animo a leer este ensayo desde la primera página hasta la última pues  recuerden que…
El camino sigue y sigue
desde la puerta.
El camino ha ido muy lejos,
y que otros lo sigan si pueden.
Que ellos emprendan un nuevo viaje,
pero yo al fin con pies fatigados
me volveré a la taberna iluminada,
al encuentro del sueño y el reposo.