A lo largo de la
Historia siempre ha existido un interés por la odontología y el cuidado de los
dientes, ya sea con fines médicos como estéticos. Pero llama la atención como
en el siglo XVIII y parte del XIX este interés se convirtió en toda una moda
entre los más ricos de Inglaterra. Según parece eran muchos los burgueses que
demandaban piezas dentales para arreglarse la boca ya que gran parte de ellos las
tenían en mal estado con los dientes picados y ennegrecidos debido muchas veces
por el abuso del azúcar y por los nuevos tratamientos blanqueadores que al
estar compuestos de un fuerte acido desgastaban el esmalte y provocaban caries
y suciedad en los dientes. Es decir que quien no sufría fuertes dolores de
muelas le faltaba alguna pieza y en un mundo como aquel en el que la apariencia
lo era todo la demanda de dentaduras postizas era un verdadero negocio. ¿De dónde salían
los cientos de dientes que el mercado necesitaba? Pues de varios sitios. O bien
se los quitaban a los condenados a muerte tras ser ejecutados en la horca, o
eran “donados” por los más pobres con el fin de conseguir alguna moneda o un mendrugo
de pan; o incluso eran obtenidos de los mismos cementerios donde eran
arrancados por los resureccionistas (o profanadores de tumbas) en la oscuridad
de la noche.
También se
podían hacer de otros materiales como por ejemplo el marfil, pero aun así el
mercado no llegaba a saciarse del todo por lo que el comienzo de las llamadas
Guerras Napoleónicas (1803 – 1815) fue toda una bendición para los mercaderes
de este producto. ¿Qué mejor sitio para obtener piezas para fabricar una
dentadura postiza que en un campo de batalla en donde habían caído miles de
soldados en lo mejor de su vida? Incluso se ponían anuncios en los periódicos
en los que se compraban a tanto dientes traídos desde el mismísimo continente
europeo. Todo valía con tal de asegurar un buen suministro. Y el gran pelotazo
económico llegó precisamente en el combate final de aquella contienda: La
Batalla de Waterloo (18 de Junio de 1815). Allí murieron alrededor de 50.000 jóvenes.
Tras la batalla los ejércitos en liza se retiraron de aquel lugar de muerte, y después
de que éstos se marcharan llegó de nuevo otro tipo de ejército: los saqueadores
de cadáveres. Hubo quienes cogían los restos personales de los muertos en
combate además de las armas, y en cambio otros, conocidos como bodysnatchers, tenían una única misión, la
de arrancar uno a uno los dientes de los soldados para hacerlos llegar
posteriormente a Albión. Aquello fue un auténtico maná para los comerciantes de
piezas dentales pues no era lo mismo vender un diente de un cadáver que podía
producir enfermedades que uno extraído de un forzudo soldado caído en Waterloo.
Obviamente el precio de este último era más elevado. El problema vino cuando el
mercado se saturó ya que eran muchos los dientes “extraídos” en el continente que
se tenían que quedar en los almacenes a la espera de que fueran utilizados. Aun
así los dientes de Waterloo eran sinónimo de calidad y se tiene constancia de
que siguieron utilizándose hasta 1851. La aparición de las piezas hechas de porcelana
y la fabricación de dentaduras postizas de vulcanita provocaron que la
industria de dientes humanos cayera en picado convirtiéndose hoy en día en una
mera anécdota bastante truculenta de tiempos pasados.