Tras la muerte
del papa Gregorio XIII (1572 – 1585) los cardenales de la curia vaticana
pensaron que ya era hora de que hubiera un papa tranquilo, de transición, con
la idea de ir preparando a otro más manejable que el que había ocupado las
sandalias del pescador en esos momentos. Así que después de buscar entre
distintos candidatos se fijaron en el anciano cardenal Felice Peretti, del cual
se decía que era un anciano venerable, de constitución física débil, el cual se
tenía que apoyar en un bastón, y sobre todo, por encima de cualquier cosa reunía
en su persona lo que más buscaba la curia: era muy dócil. Es por ello que
cuando se celebró el cónclave éste salió como nuevo pontífice, en concreto con
el nombre de Sixto V (1585 – 1590).
Pero en contra
de lo que auguraban los cardenales que le rodeaban, fue pasando el tiempo y el
nuevo papa no acababa de morir. Al revés, cada día que pasaba se sentía mejor y
en vez de ir encorvado poco a poco se iba enderezando hasta que un día su cuerpo
se puso todo recto. Aquello causó pasmo y cierto temor dentro del Vaticano, así
que una mañana uno de sus le preguntó, como por casualidad, qué tal se sentía.
Sixto V le dijo que estaba excelente y añadió algo más: “Cuando solamente somos
cardenales siempre andamos mirando el suelo buscando las llaves del reino, pero
desde que las he encontrado, ya no tengo ninguna necesidad de inclinarme nunca
más”. Y tras decir su pequeño secreto de vida, el papa le puso una mano sobre
su hombro y se alejó con una enigmática sonrisa en los labios.