A pesar de que en
la actualidad el abandono de niños no deseados o con alguna discapacidad física
o mental es una práctica abominable, en la antigüedad era una costumbre de lo
más normal. Por ejemplo en Grecia, en concreto en la región de Esparta, cuando
se detectaba que algún bebé tenía alguna tara
normalmente se la despeñaba desde el monte Taigeto sin ningún remordimiento.
Plutarco por ejemplo nos dice lo siguiente: “los más ancianos reconocían al
niño y si era bien formado y robusto disponían que se le criase… Más si se le
encontraba degenerado o monstruoso, mandaban llevarle a los llamadas apothetai (expositorios) en un barranco
del Taigeto”. Incluso los muy cultos Platón y Aristóteles también abogan por el
infanticidio con fines sociales. El primero dejó escrito en la República que hay que “abandonarlos en
un lugar secreto y desconocido”; mientras que el segundo deja dicho que “en
cuanto a la exposición y crianza de los hijos debe existir una ley que prohíba criar
a ninguno defectuoso”. Mientras tanto en Roma existía una ley bastante curiosa
con respecto al repudio de los bebés. Cuando nacía uno de ellos, la partera lo
llevaba ante el pater familias y lo
depositaba en el frio suelo delante de sus pies. Si el padre lo recogía con sus
brazos eso quería decir que lo aceptaba, pero si en cambio se daba la vuelta y
no le hacía ni caso, daba igual si era sano o tenía una discapacidad, o si era
niño o niña, era abandonado en una encrucijada de caminos o directamente era
arrojado a un basurero donde era comido por las bestias que moraran por el
lugar. La única suerte que podía tener el bebé era que su llanto atrajese
alguna persona bondadosa, cosa harto difícil, aunque llama la atención que
fueron dos los supuestos abandonados quienes fundaron la ciudad que albergaba
dicha ley: Rómulo y Remo.