De una sola vez.
A por todas. Esa es la manera en que dos reyes medievales decidieron solventar
sus querellas patrimoniales. Fueron Pedro III de Aragón y Carlos de Anjou
quienes, hartos de disputarse la corona de Nápoles, se retaron a un duelo para
ver quien ganaba y con ello evitaban desangrarse en estériles batallas. Pero
para que se realizara dicho lance alguien debía lanzarlo primero y éste fue el
rey francés, Carlos de Anjou, quien instó al aragonés a presentarse en Burdeos el
1 de Junio de 1282 acompañados de cien caballeros cada uno añadiendo además que
si alguno de los dos no aparecía allí sería tachado de cobarde y obligado a
entregar el reino de Nápoles. Esta última clausula fue estéril ya que ese día
Pedro III llegó bastante pronto al campo del honor acompañado de sus respectivos
caballeros y viendo que no había nadie enfrente mandó al notario que señalara
la ausencia de su oponente y lo consignara como una derrota. Hecho esto se fue
por donde había venido. Horas más tarde apareció Carlos de Anjou y dándose la
misma situación también decidió abandonar el lugar alegando las mismas razones
que el monarca aragonés. El duelo quedaba en tablas.