Ramón María Narváez, aquel que fue el Espadón de Loja, entregaba su alma a Dios en 1868 después de haber sido una de las figuras principales en aquel tiempo de camarillas isabelinas. Pero antes de cerrar los ojos al mundo tuvo un arranque de furia militar que demostraba a todos que había sido uno de los generales más señeros de nuestra historia.
Imagínense la escena. Habitación llena de allegados que lamentaban… o esperaban que aquel espadón dejara de existir. Rezos junto al dosel de la cama y un confesor dando la extremaunción a un hombre con rostro cerúleo perlado del sudor de la muerte. El religioso con los santos oleos en la mano le preguntó a Narváez:
-Hijo mío, ¿perdonas a tus enemigos?
El general lo mira fijamente y lo niega con los ojos. El confesor cree no haberlo entendido o que el próximo finado debido a que ya está en un trance ante las puertas de la muerte ha enloquecido.
-Disculpe que se lo pregunte de nuevo, Excelencia, pero le quiero decir que para ver la faz de nuestro Señor es necesario que perdone a las personas que han sido enemigos suyo.
Nadie podía preveer lo que iba a pasar, pues de aquel cuerpo abotargado y sin fuerza salió disparado un brazo y con garra de hierro agarró de la pechera al religioso. Todo el mundo se estremeció pues vieron al general acercar su cabeza a la del confesor se y asustaron cuando vieron como le gritó una de las frases más populares dentro de nuestra historia patria:
-¡¿Cómo los voy a perdonar, padre?! ¿No ve que no tengo ningún enemigo?
¡¡¡LOS HE FUSILADO A TODOS!!!
Desde luego que hay personas que no se asustan ni ante la muerte.