La tarde, más bien entrado el comienzo de la noche, era totalmente tranquila en casa del joven Mesoneros Romanos. Sus padres y hermanos, junto con la servidumbre se disponían a rezar en el salón del hogar frente a la imagen de la Purísima Concepción como cada día. El murmullo de los rezos era un mantra que envolvía con su religiosidad a los fieles, cuando por el cortinaje del balcón se empezaron a vislumbrar las imágenes sinuosas de antorchas. El rezo acostumbrado y ordenado empezó a ser transformarse en el sonido de la algarabía que sonaba en la calle. La familia al completo interrumpió sus quehaceres y no dudaron a salir a ver lo que pasaba, pues aunque ese día había sido la festividad del esposo de la Virgen María, San José, no era normal tal bullicio a aquellas horas.
-¡Viva el Rey! ¡Viva el Príncipe de Asturias! ¡Muera el Choricero!
Las demás terrazas y balcones se empezaron a llenar de personas que mediante aplausos, entrechocar de loza, y gritos de felicidad se sumaron al escándalo patriótico. Madrid estaba asistiendo en esos momentos a su particular Motín de Aranjuez (19 de Marzo de 1808). Todo eran alegrías y vivas por ver la caída estrepitosa del valido principal de Carlos IV y enemigo acérrimo del joven príncipe don Fernando. Pero no todo eran dichas en el hogar de nuestro protagonista, pues el joven Mesoneros, niño todavía (5 añitos), empezó a sentir un mal cuerpo y unas ansias que le perturbaron el ánimo. Su padre al ver que le pasaba le preguntó:
-Hijo ¿Qué te pasa? ¿Estas enfermo o tienes miedo de la turba?
Mesoneros Romanos todavía recuerda en su autobiografía Memorias de un Setentón, que se asustó y mirando a su padre con los ojos arrasados en lágrimas dijo hipando:
-Pero… ¿Qué les ha hecho el pobre Peña? ¿Por qué desean su mal y que se muera? No es justo. Con lo bueno que siempre ha sido.
Su progenitor lo miró de hito en hito, y al final estalló en una carcajada que incluso asustó a su esposa. El motivo de la hilaridad tenían un por qué pues el pequeño se había impresionado con la palabra Choricero y enseguida se había acordado no del todopoderoso Príncipe de la Paz sino de un humilde charcutero extremeño, Peña, oriundo del pueblo de Candelario, que suministraba suculenta chacina a la familia del futuro rapsoda de las costumbres y modas madrileñas en que un día se convertiría Mesonero Romanos.