El año 1577 no fue uno de los peores en el reinado del Rey Prudente, Felipe II. Las desgracias se sucedían unas a otras y se centraban sobre todo en la construcción del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. En Mayo se produjo una rebelión de canteros que dejo paralizada las obras durante cierto tiempo. En Julio, un rayo impactó contra una de las torres del Monasterio, conocida como La Torre de la Botica, produciendo un incendio de enormes proporciones que amenazó con arrasar todo lo que encontrara a su paso. En Agosto cayó desde el cielo una enorme granizada que acabó con la cosecha de vid de Robledo de Chavela y San Martín de Valdeiglesias llenando de pavor a los monjes jerónimos que veían como el infortunio se cernía sobre sus rasuradas cabezas. Tanto fue el granizo que se acumuló en los patios que sirvió durantes meses para mantener frías las bebidas y fruta de la cocina. Pero lo que lleno de miedo no solo a los religiosos y aparejadores, sino incluso al mismísimo rey fue el incidente del Perro Aullador.
Después de la gran granizada parecía que todo volvía a la realidad. Los monjes estaban tranquilos hasta que la noche del 25 de Agosto, durante los maitines, se oyeron desde el coro unos aullidos que helaban los corazones más valientes. Durante días se repitieron los mismos sonidos y algunos creyeron ver entre las obras y los andamios a un perro negro y con ojos rojos que correteaba aullando como un poseso. Pero otros quisieron ir más lejos y dijeron que era un espíritu venido del infierno que representaba al pobre pueblo de Castilla oprimido por las alcabalas que el rey Felipe obligaba a pagar para costear la faraónica obra de El Escorial.
Por ello, y para acallar los rumores el prior del Monasterio decidió enviar al obrero mayor Villacastín a encontrar al perro de la discordia. Durante días lo rastreó y como buen sabueso lo atrapó en la capilla que hay en las escaleras al lado del jardín. Lo agarró del pescuezo, le anudó el cinturón alrededor del cuello y lo ahorcó en el claustro delante de todos los religiosos, acabando de esta manera con cualquier espíritu supersticioso que todavía tuviera dudas del poder sobrenatural de aquel animal de la noche. Pero hubo alguien que no se quedó contento con el resultado. A Felipe II la caza del perro le hizo recapacitar sobre las causas del incidente y decidió reunir a los procuradores del reino. Vinieron ante el rey los de Salamanca, Toledo, Zamora y Sevilla y rebajaron los impuestos para que la sociedad española estuviera más tranquila y dejaran de correr vientos de rebelión.
Aun así, aunque aquel animal estuvo colgado varios días de un triste madero, reza la leyenda que tiempo después se encontró el cinturón vacío y que nunca se halló el cuerpo de aquel can. Lo que sí es significativo es que cuando Felipe II agonizaba en su habitación del Monasterio rodeado de reliquias y cuadros del Bosco oyó a un perro aullar delante de su ventana. Un sonido que le hizo abrir los ojos al rey y apartar, durante unos instantes, a la Muerte de su cama. Ordenó con mano sarmentosa que se descorrieran las ventanas y vieran lo que pasaba. Uno de los monjes oteó la negrura de la noche y detrás de un árbol creyó ver a un animal oscuro que con ojos encendidos como el carbón miraba fijamente la ventana donde el Rey del Mundo moría lentamente.