Desde el
principio de los tiempos, por ignorancia, la humanidad ha considerado a los
cometas como mensajeros de terribles desgracias. Ora anunciaban una guerra, ora
un brote de peste, o la muerte de monarca que podía cambiar el destino de un
imperio. Todo el mundo lo temía… ¿todos?... no, en verdad todos no, pues hubo alguien
que no dudo en enfrentarse a él con sus propias armas: el Papa Calixto III.
Cuenta la tradición que en 1456 los astrónomos del Santo Padre le avisaron de
que en la bóveda celeste había aparecido un gran cometa (en concreto era el
cometa Halley) y que se sin prisa ni pausa se dirigía hacía Roma. Rápidamente
pensó que se trataba de un símbolo de mal agüero, tal vez una posible amenaza
por parte de los turcos, pero en vez de caer en el pánico lo primero que hizo
fue proclamar una bula en la que decretaba la excomunión de aquel cuerpo
brillante, y acto seguido, mientras los demás romanos no paraban de rezar
temblorosos en las distintas iglesias de la Ciudad Eterna, ni corto ni perezoso
se subió a lo alto del palacio papal y con un hisopo comenzó a rociar el aire
en dirección al cometa. ¡Habría que haberlo visto agitar el puño en dirección
al Cometa Halley!