Tras abdicar en
1868 la reina Isabel II tuvo que iniciar una nueva vida en París, y como suele
ocurrirle a todo el mundo alguna vez en su vida necesitó un abogado para
resolver un pleito. Como no se fiaba de los abogados franceses hizo llamar a Nicolás
Salmerón, quien años antes había sido uno de los cuatro presidentes de la
Primera República. En cuanto le vio Isabel le comunicó sus necesidades, pero éste le
respondió lo siguiente: “Señora, soy republicano, no seré, pues, el abogado de
una reina, sino que tendré una clienta española.” Y así lo hizo desde el primer
minuto. Al terminar el proceso judicial, Salmerón no le cobró nada, pero la
antigua monarca quiso que por lo menos se llevase un recuerdo suyo, así que le
hizo llegar un retrato enmarcado con un marco de plata y piedras preciosas.
Días después Isabel recibió de vuelta el lujoso marco pero no la imagen que Salmerón
se había quedado.