Durante toda la
Edad Media el Imperio Bizantino estuvo rodeado de peligros. Por el norte los
amenazaban los eslavos con los búlgaros a la cabeza, mientras que por el Sur y
El Este eran continuamente hostigados por persas, árabes, turcos, o mongoles.
Para contrarrestar este peligro los bizantinos construyeron fortificaciones por
todo el imperio; habían entrenado perfectamente a sus tropas de a pie y
arqueros; contaban con la fuerza inestimable de jinetes acorazados y
mercenarios bien pagados; una marina de guerra bien pertrechada… pero sobre
todo contaban con un arma secreta que les hacía invencibles en muchos frentes:
el famoso fuego griego. Se cree que fue creado por un cristiano sirio llamado
Calínico de Heliopolis, y al ser un secreto de estado se desconoce en parte su composición:
debía ser una sustancia líquida tirando a pastosa, que flotaba en el agua y que
no se apagaba con agua, solamente con tierra y arena, lo que la convertía en un
arma poderosa en los combates navales. Seguramente estaba compuesto de petróleo
(nafta), cal viva, salitre y distintos tipos de resina que hacían de espesante.
Se instalaban unos tubos metálicos en la proa de los barcos y mediante la
fuerza de unas bombas accionadas por los marineros este fuego se disparaba a
modo de lanzallamas a cualquier barco, dando como resultado la total y segura aniquilación
del enemigo. Como resultado los bizantinos pudieron poner más tropas en las
fronteras terrestres pues el fuego griego les aseguraba una perfecta defensa
marítima.