Es común creer
que en la antigua Grecia a todos los ganadores en las Olimpiadas se les
coronaba únicamente con una corona de olivo. Esta es una leyenda que por
continua repetición se ha tomado como cierta. En los Juegos lo más importante para
un atleta era quedar el primero (no había premio para segundos ni terceros) y
así de esta manera ganar la gloria no solo para él sino también para su ciudad,
quien de igual manera en agradecimiento le premiaba posteriormente con estatuas
y monumentos en su honor. Es por ello que al principio la gloria se simbolizara
con una serie de cintas que se colocaban en los brazos o en la frente (diadúmenos, o atleta que se ata la cinta
de la victoria), a la vez que con una corona vegetal. Éstas podían ser de
distinta forma: una de olivo en Atenas y Olimpia (cortado por un niño de doce
años con una hoz o cuchillo de oro); laurel en Delfos; espigas de trigo en el
istmo de Corinto; y roble en Nemea. Este era el gran premio que recibían: honor
y gloria eterna. Aun así hubo alguna ciudad que también premiaba a los atletas
con regalos. En Atenas se les regalaba vasos panatenaicos llenos con aceite del
lugar.
Pero no solo los
ganadores tenían premio… también los tramposos se llevaban un regalito. Durante los Juegos existía un juez
llamado mastigáforos, el cual iba
armado con una vara de sauce con la que azotaba a los deportistas que habían
sido sorprendidos haciendo trampas. Desde finales del siglo IV a. C además de
ser azotados delante de todo el mundo si también habían amañado las victorias
se les imponía una fuerte multa, con la que se erigían unos zanes o estatuas que se colocaban a la
entrada del estadio para advertir a todos los deportistas lo que les pasaría si
cometían cualquier tipo de infracción.