Durante la
Primera Guerra Italiana (1494 – 1498) las tropas francesas de Carlos VIII,
comandadas por el vizcaíno Menaldo Guerri tomaron el control del puerto de Ostia, produciendo
en Roma una gran carestía de trigo y de otros productos procedentes del mar. Y
aunque las fuerzas pontificias intentaron una y otra vez tomar aquella zona
costera les era imposible del todo. Así pues al papa Alejandro VI, viendo
peligrar su situación en la ciudad, no le quedó más remedio que llamar en su
ayuda a las tropas españolas de Gonzalo Fernández de Córdoba, más conocido por
todos como El Gran Capitán. En 1497
el militar español consiguió acabar con éxito el sitio al que era sometida
Ostia, y unos días después, de la misma manera que hicieran los generales
romanos, entraba triunfante en Roma llevando encadenado a Guerri a la parte
trasera de su carro. Al grito de libertador
el Gran Capitán era recibido por el papa Borgia en la Basílica de San Pedro, y después
de homenajearle como era debido le hizo entrega de la famosa Rosa de Oro, que
era la máxima distinción papal existente.
Todo iba según lo
previsto, pero cuando parecía que no iba a ocurrir nada fuera de lo normal, a
Alejando VI se le escapó delante del capitán español que estaba muy enfadado
con los Reyes Católicos, tachándolos de ingratos y oportunistas. Y es justamente
en este punto donde se demuestra uno de los puntos fuertes de Gonzalo Fernández
Córdoba, la lealtad, ya que en cuanto oyó este comentario se plantó delante del
Papa y sin importarle quien tuviera enfrente le recordó unas palabras que el
mismo Santo Padre le había dicho cuando estaba tan apurado: “Si las armas
españolas me recobraban Ostia en dos meses, debería de nuevo al Rey de España
el Pontificado”. Y no contento con ello apuntilló lo siguiente: “Más le valiera
no poner a la Iglesia en peligro con sus escándalos, profanando las cosas
sagradas, teniendo con tanta publicidad, cerca de sí y con tanto favor a sus
hijos, y que le requería que reformase su persona, su casa y su corte, para
bien de la cristiandad”. Aquello debió dejar helado al Vicario de Cristo en la
tierra. Un texto posterior lo expone perfectamente:
El papa quedó turbado del esplendor vivo de
la verdad, enmudeció del todo, asombrado de que supiese apretar tanto con las
palabras un soldado, y de que a un Pontífice, tan militar y resuelto, hablase
en Roma, en su palacio y rodeado de armas y parientes, un hombre no aparecido
del cielo, en puntos de reforma y con tanta reprehensión.