Durante la Edad
Media existía una costumbre de lo más curiosa en torno a los peregrinos que
regresaban de sus andanzas ya hubieran venido de Tierra Santa, Compostela o
Roma. Cuando estas personas entraban en una aldea o ciudad, una de las primeras
cosas que hacía era dirigirse a la plaza principal o al atrio de una iglesia y
comenzar a contar a todos lo que le había ocurrido en su andar y cuáles eran
las maravillas que había presenciado. Ahora podemos pensar que lo normal es que
mucha gente ignorara el discurso del peregrino y siguiera su camino, pero no
era así, ya que en aquellos tiempos existía una ley que obligaba a cualquier
persona que estuviera cerca a quedarse allí a escucharle por obligación hasta
que terminara lo que tuviera que decir.
A pesar de ello
también se daba el caso de aldeanos que pasaban de largo porque tenían tareas más
importantes que atender. Cuando esto pasaba el peregrino tenía la potestad de
apelar al obispo de la zona para que identificara a las personas que no
quisieron oírle y cobrarles una multa. Y ahora nos preguntamos ¿qué se hacía
con el dinero de la multa? ¿se la daban al peregrino? Pues no, con ese dinero
se contrataba a otras personas para que escucharan las historias que éste tenía
que contar y de esta manera poder irse satisfecho del lugar.