En la segunda
mitad del siglo XVI Catalina de Medici (1519- 1589), la esposa del rey Enrique
II de Francia fue la mujer más poderosa de ese país. Tan importante era que
incluso después de la muerte de su esposo, siguiendo ejerciendo su poder desde
el Castillo de Chenonceau durante las breves regencias de Francisco III, Carlos
IX y Enrique III. Desde allí hacía y deshacía lo que quería y tanto era el
control que ejercía sobre sus regios hijos que acabó en autentica paranoia.
Tenía la manía de que todo el mundo conspiraba contra ella y de esta manera
desconfiaba de toda la corte, desde los nobles que la rodeaban hasta los
lacayos que hacían las habitaciones y servían la mesa. Es por ello que mando construir
en las paredes de todas las estancias del castillo un sinfín de conductos auditivos para poder escuchar las
conversaciones y a la vez controlar cualquier conspiración que se estuviera
fraguando contra ella. Así pues se instaló un silencio total en el castillo pues
cuando alguien quería hablar con cualquier cortesano rápidamente se le mandaba
callar a la vez que con voz queda se le decía: “Le murs ont des oreilles” (las
paredes tienen orejas) Con el tiempo aquel dicho paso al pueblo, y así hasta
nuestros días transformado en “las paredes oyen” como sinónimo de hablar con
cuidado o cautela.